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Manuel Martín Cuenca, un cineasta vital y diferente
MIGUEL ÁNGEL OESTE
Uno. Desde su debut con La flaqueza del bolchevique (2003) –en la que también descubrió el talento de la actriz María Valverde–, el cine de Manuel Martín Cuenca se ha caracterizado por detectar lo anómalo bajo la armoniosa superficie de lo convencional. Sus películas se plantean como búsquedas narrativas y humanas en las que destacan la capacidad y el don de trasladar la audacia de sus reflexiones al lenguaje del cine.
Dos. Desde el puesto de meritorio hasta el de primer ayudante, Martín Cuenca aprendió de la mano de Felipe Vega, Alain Tanner, José Luis Cuerda o José Luis Borau para desarrollar un estilo personalísimo de mirar, diferente, único, en el que siempre asume riesgos y cuida, pensando al máximo, la forma. Ya antes de su ópera prima de ficción, la citada La flaqueza del bolchevique, el director llamó la atención con el documental El juego de Cuba (2001), cinta multipremiada, como casi todos sus títulos. Pero no pretendemos recoger aquí sus numerosos reconocimientos y premios, sino hacer un recorrido por esas películas que le llevaron a ser el cineasta que es, a pensar este arte desde esa mirada insobornable.
Tres. Malas temporadas (2005), La mitad de Óscar (2010), Caníbal (2013), El autor (2017)… Manuel Martín Cuenca es un autor que comprende el cine como una manera de experimentar el mundo, fuera de los compartimentos estancos que parece determinar el mercado. Figuras como la suya desarticulan etiquetas aparentemente férreas, como documental o ficción, comercial o independiente, heterodoxo, convencional. Sin duda alguna, ante fórmulas previsibles, su cine produce el desconcierto y la fascinación de aquello que no sabemos situar del todo. De nuevo, lo incierto.
Cuatro. Por eso, no nos debería extrañar que cite en este recorrido sentimental y creativo a uno de los pioneros del cine, Segundo de Chomón, y esos cortometrajes que le hicieron “reflexionar sobre el atrevimiento, la innovación y el riesgo”, nos confiesa. A lo que añade: “Era un cine que exploraba todas las posibilidades artísticas y técnicas desde la inocencia y la precariedad tecnológica, pero con un enorme sentido artístico. Me empujó a pensar lo fácil que es cambiar el riesgo por una cómoda sensación de falsa seguridad y me prometí a mí mismo no traicionar nunca ese espíritu”. Se puede afirmar que hasta ahora ha cumplido con creces esa promesa.
Cinco. Cielo negro (Manuel Mur Oti, 1951) es una de esas películas a reivindicar siempre, que derrocha energía contenida, autenticidad: cualquier espectador atento comprende por qué Martín Cuenca la toma como referencia. Como él mismo señala: “Era para mí un cineasta completamente desconocido cuando la Filmoteca española lo recuperó en los 90. Me impresionó la fuerza de los personajes, la precisión de la puesta en escena, la visceralidad de la historia. Tenía el pulso del gran cine clásico americano bajo el paraguas de la realidad de mi país. Cuando volví a Almería y le hablé de él a mi padre, que no era nada cinéfilo, me dijo que lo conocía muy bien y que había sido el gran director de su generación. Yo ni había oído hablar de él".
Seis. En este viaje sentimental por las películas de la vida de Manuel Martín Cuenca resulta muy lógico que esté El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992). Y más porque las películas, las canciones, los libros se vinculan a momentos personales, como es el caso de este título para el director. “Aún lo recuerdo, esa película la vi durante mi primera separación desgarradora. Tenía casi treinta y había vivido con mi pareja varios años. Entonces nos separábamos. Mientras ella recogía sus cosas en casa me fui al cine. Entré a ver El sol del membrillo y me encontré una película que retrataba la vida, la constancia y la determinación, pero también la mirada irónica a la desgracia. Salí de la sala pletórico y dispuesto a seguir viviendo y amando el cine. Cuando volví a casa, mi pareja ya se había marchado”, nos confiesa como si se tratara de un relato más, de una pequeña pieza que también marca los caminos de cualquier creador.
Siete. Un compañero de la universidad le dijo a Martín Cuenca: "Hay una película española en el cine que es de la tuyas, te va a gustar". Esa película era Mientras haya luz (Felipe Vega, 1987), una de esas raras y bellas películas que arañan. O como el propio Martín Cuenca explica rememorando el inicio de lo que sería: “Durante años la vi siempre que tenía ocasión. Era tan magnética que cada visionado me hacía sentir que era la primera vez que la descubría. Me fascinaban las imágenes en blanco y negro, la música recurrente que volvía cuando menos lo esperabas, el desgarro de la historia que contaba. Años más tarde conocí al director y comencé a trabajar con él en sus siguientes películas. Fue el primer sueño profesional cumplido".
Ocho. El último largometraje que supone un vínculo emocional para Martín Cuenca es la reciente O que arde (Oliver Laxe, 2019), de la que es muy difícil no sentirse atrapado desde su deslumbrante inicio. El autor de La hija nos confiesa que llevó a su sobrina, que en esa época vivía con él, a ver esa película. “Pensaba que podría aburrirse o no gustarle, pero que debía aprender que había otra forma de hacer cine. La primera secuencia me dejó atrapado en la butaca. Entonces, la miré a ella y vi que tenía los ojos abiertos, desorbitados, como si estuviera atrapada por la pantalla. Comprendí que estaba entendiendo que veía algo desconocido y fascinante por primera vez en su vida. Y me sentí orgulloso de que la película fuera tan buena y de haber sido el maestro que se la enseñara".
Nueve. Y quizás es eso lo que consigue el cine de Manuel Martín Cuenca: nos enfrenta como espectadores a lo que tanto nos esforzamos por ignorar, y lo hace mediante una atracción única que se convierte en una experiencia vital. Tal vez porque su cine no sólo refleja nuestra sociedad, sino que amplía nuestro mundo.
Licenciado en Historia y Comunicación, Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1972) es autor de las novelas Bobby Logan (Zut, 2011), Far Leys (Zut, 2014), Arena (Tusquets Editores, 2020), que obtuvo el Premio Memorial Silverio Cañada en 2021, y Vengo de ese miedo (Tusquets Editores, 2022, premio Finestres de narrativa en 2023). También le asiste experiencia en el ámbito de la literatura infantil y juvenil con los títulos Carlota quiere leer (Anaya, 2020) y Sofía, la hormiga sin antenas (Anaya, 2022). Forma parte del Comité de Dirección de cine del Festival de Málaga y es director de la Semana de Cine de Melilla.