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Notas sobre ‘El hijo zurdo’

   

MIGUEL ÁNGEL OESTE

     

            

Ilustración: Luis Frutos

Uno. Aunque les sorprenda, me resulta complicado buscar temas para esta columna semanal. Como si habitase una casa encantada en la que los espectros se me aparecieran para modificar la realidad y hacerme cambiar la visión de lo que pensaba escribir. Como si me hubiera presentado en una fiesta a la que no hubiese sido invitado y ese motor invisible de supervivencia pusiera su objetivo en alguno de los invitados para encontrar el asidero necesario. Sin embargo, no es tan complicado si se pone la luz en los estrenos de películas y series de televisión. La semana pasada hablábamos de Sica, de Carla Subirana; esta, de El hijo zurdo, la serie de Movistar+ creada por Rafa Cobos a partir de la novela homónima de Rosario Izquierdo. Y es que las producciones audiovisuales siempre necesitan foco en una sociedad en la que todo parece tan fugaz como una estrella que cruza el cielo, más si esa producción adapta una novela de gran calado narrativo que habla de dimensiones sociales y políticas para desarmar esa humanidad cada vez más áspera.

 

Dos. Lo que viene a continuación no es una crítica, apenas algunos apuntes surgidos de la visión de esta estupenda serie, que se unen a ciertos recuerdos personales que se filtran como el agua entre los dedos. O quizás la idea viene de otro libro espléndido de Rosario Izquierdo, Diario de campo, un libro con tantas realidades de mujeres que nos estallan mientras leemos. Así que empezamos. A Rafa Cobos y Paco Baños los conocí por primera vez a través de Ali (2011). En esta película, guionista y director ya ejecutaban un dominio estético y narrativo que bebía del cine indie americano pero tenía la condición social y de barrio que atrae a los creadores. La dimensión de la novela de Rosario Izquierdo es mucho mayor, les otorga esas líneas de fuerza entre clases pudientes y bajas, entre una violencia que late socialmente, entre la identidad de una madre que hace lo imposible por salvar al hijo metido en temas neofascistas y drogas. La escritura pulcra y punzante de Izquierdo está trasladada al impulso de las imágenes, como el corazón desbocado de María León cuando corre tras su hijo al final del capítulo uno, Tal astilla.

 

Tres. El hijo zurdo, como una película de la nouvelle vague, establece una conversación íntima con los espectadores. He recordado Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), donde el joven Antoine Doinel vive con los padres, pero estos están incómodos con él, mientras el chico no va a clases y deambula por los cines de París y busca la libertad pese a que lo que impera y se impone es el inconformismo. La ambigüedad del retrato que hace Truffaut de Doinel es un reflejo desde otro prisma al que realizan de Lorenzo y su madre, Lola (ambos zurdos), los creadores de esta serie, que radiografían la desilusión a través de unos personajes que observan, pero jamás juzgan.


Cuatro. Los rostros de Lola y Lorenzo manifiestan una desconfianza a lo aprendido, una lucha por lo que les rodea, un zarpazo que los desgasta. No hay sentimentalismo barato. Es decir, estamos ante una mirada sensible pero poco sentimental. Honesta. Y se expone mediante experiencias comunes, entre un viaje de ida y vuelta entre adultos y jóvenes, retratando por igual la vulnerabilidad de unos y otros, el lenguaje diario, las emociones sencillas: el amor y el sufrimiento, pero también la risa de un tiempo en el que se asen unos recuerdos en los que el formato de imagen cambia a 4:3.

 

Cinco. “A veces me imagino que abandono mi bebé”, oímos la voz en off de María León (Lola) como una invocación al comienzo de El hijo zurdo. La serie, directa y áspera, nos aplasta a través de una planificación que quiere dar peso a las sensaciones de los personajes. “¿Qué es normal? Lo normal no es lo mejor, solo lo más frecuente”, sale de los pensamientos de Lola en el tercer capítulo, Las llaves de casa.

 

Seis. Hay desamparo y desconfianza. Hay una amistad improbable entre dos mujeres (María León y Tamara Casellas). Pero sobre todo hay relaciones rotas y prejuicios aprendidos por clases y un mundo anclado en la confusión y la facilidad del egoísmo, dejando que los telespectadores formen sus impresiones sobre lo que se enseña en seis capítulos de algo más de 20 minutos.

 

Siete. En la última secuencia de Los 400 golpes, Antoine Doinel se escapa de un reformatorio y sale corriendo hacia el mar mientras el objetivo de la cámara lo espera y luego realiza un zoom en el que Doinel mira la cámara para dejar en suspenso qué será de su existencia incierta. Una decisión que sin duda abre muchas posibilidades. En la última secuencia del primer capítulo de El hijo zurdo, María León ha sacado a su hijo de la comisaría, lo lleva en coche y el hijo salta del vehículo y empieza a correr por un descampado frío, oscuro, mientras la madre va tras él y grita su nombre, y la cámara se queda en un primerísimo plano de ella y su aliento desesperado en el que no alcanza a vislumbrar lo que pasará. Su mirada muestra una fragilidad y a la vez esconde una fortaleza que atrapa la esencia de esta ficción, la búsqueda de afecto y la sensación de pérdida en un mundo que enmaraña las relaciones y en que solo una madre lucha por la vida de su hijo por muchas huidas y golpes que reciba. Y ahí, en lo indirecto, en el resuello o la congelación, es donde se establece un diálogo en el que las ficciones siguen abriendo zanjas para ser otras personas, para resituar las emociones, para soportar los prejuicios y dolores del mundo.

                               

                                       

Licenciado en Historia y Comunicación, Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1972) es autor de las novelas Bobby Logan (Zut, 2011), Far Leys (Zut, 2014), Arena (Tusquets Editores, 2020), que obtuvo el Premio Memorial Silverio Cañada en 2021, y Vengo de ese miedo (Tusquets Editores, 2022, premio Finestres de narrativa en 2023). También le asiste experiencia en el ámbito de la literatura infantil y juvenil con los títulos Carlota quiere leer (Anaya, 2020) y Sofía, la hormiga sin antenas   (Anaya, 2022). Forma parte del Comité de Dirección de cine del  Festival  de Málaga y es director de la Semana de Cine de Melilla.                         

            
               
                                
 

   

       

       

       

       
       

       

       

       

       

       
       

       

       

       

       

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