#VozEnOn
Música como estado de ánimo
MIGUEL ÁNGEL OESTE
Uno. Aunque ahora nos parezca extraño, hubo un tiempo en el que se pensó que las canciones podían transformar el mundo, y es que además lo consiguieron, y no solo el mundo interior del oyente. Las canciones representaron y ayudaron al cambio de una manera de estar y de ser durante la segunda mitad del siglo pasado, que en la actualidad parece, como tantas otras cosas, difuminada. No digo ni mejor ni peor, simplemente distinta. Para los que vivieron esa época llama la atención que hoy día el espacio mediático que se le dedica a los artistas musicales sea bastante residual, si no anecdótico, si lo comparamos con otras expresiones e incluso oficios. Llama la atención que el papel de las canciones, de la música, haya quedado por lo general relegado a algo meramente decorativo, desposeyéndolas de toda su capacidad emocional. Al menos siguen sirviendo para el ritual del baile, lo cual no es menor. Siempre he pensado que las buenas canciones son retratos íntimos, energía concentrada en cuatro minutos, magia de alto voltaje. Creo firmemente en el poder sanador e inspirador que una buena canción pueda transmitirle a una persona. Un buen tema musical nos ayuda a definirnos y a identificarnos en nuestros momentos cruciales cuando somos jóvenes o no tan jóvenes. Las canciones nos traspasan antes que otras disciplinas artísticas, porque vuelan y se cuelan dentro de nosotros con la facilidad que lo hace ese bicho en uno de los capítulos de la tercera temporada de Twin Peaks, pero para tener el efecto contrario. No uno maléfico, no; uno vitalizador, para cargarnos de esa energía invisible que todos tenemos oculta. ¿Y a qué vienen estos prolegómenos si esta columna va de otra cosa? Un poco de paciencia.
Dos. Había revistas y programas de música; y las cintas de casete se grababan y quemaban de tanto oírlas. Las carpetas o las libretas se decoraban con recortes de los artistas favoritos, igual que en la habitación de casi todos los adolescentes había un póster de algún grupo o artista musical. Las canciones estaban ahí como amigos íntimos, nos acompañaban en la alegría y la tristeza, nos daban valor para encarar el desafío del momento, nos hacían pensar que podíamos ser héroes, que la existencia podría ser vida y no los golpes a los que nos tiene acostumbrados, aunque la letra de la canción hablara de desamor o de finales de verano y de algún momento especialmente duro. Y me he acordado de esto porque las canciones de muchas cabeceras de las series de televisión preparan el estado de ánimo del espectador y son una pieza esencial de cualquier serie.
Tres. Las elecciones musicales de las cabeceras de las series de televisión no son azarosas, sino que marcan el tono, describen la constante vital que late en la ficción, los latidos de la historia. Esta circunstancia también se puede atribuir a determinadas películas, pero es en la televisión donde se hace visible. Funciona como guía cada semana. Se pega al título, lo radiografía de una u otra manera. ¿Se imaginan que en la segunda temporada de True Detective, en vez de sonar el Nevermind de Leonard Cohen, sonase Don't worry, be happy, de Bobby McFerrin? No, no se lo imaginan, porque no sería posible.
Cuatro. Cuando en una serie se opta por una canción para sintonía de apertura, en vez de por una banda sonora compuesta de manera específica, se está recurriendo a la memoria emocional que acumula esa canción. La canción que abre una ficción televisiva juega un papel esencial en el estado de ánimo con que el espectador se predispone a verla. Lo prepara para introducirlo en un mundo determinado. Y lo mismo ocurre con las canciones que trufan en determinados momentos la narración, que se pueden asociar a una situación o un personaje. Solo en algunos casos excepcionales la canción alcanza una dimensión mayor que la que tenía antes de su inclusión en una serie (la semidesconocida Baby Blue, de Badfinger, con la que se cerraba Breaking Bad es el caso más paradigmático de eso). Las canciones, si están bien escogidas, se enredan con la narración y en ocasiones permanecen por encima de imágenes y diálogos concretos, incluso por encima de la historia. Se escucha Stand, de REM, y recordamos a Chris Peterson repartiendo periódicos; o suena Loquillo y uno se inserta en las corruptelas de Crematorio; o la potencia acústica de The Bambi Molesters para caernos en ese blanco y negro de Arde Madrid; o, en plan patrio, la versión que hizo Fran Perea para esa familia tan española y serrana. O la versión que realizó Joe Cocker del clásico de The Beatles With a Little help from my friends y que abría Aquellos maravillosos años, que para una generación se ha convertido en el sonido de la evocación nostálgica.
Cinco. Las canciones permean los estados de ánimo mediante una ósmosis sentimental que cada espectador recupera de una manera determinada. De ahí este brevísimo recorrido subjetivo y caprichoso. No podía ser de otro modo. Por supuesto, faltan muchas canciones que suenan en la memoria como un remix infinito. Discos que se despliegan como una galaxia, aunque la aguja solo caiga en uno; porque sí, ya lo he dicho, hay que elegir. Y es que si la selección la hubiese hecho otro día hubieran sonado otras; quizá Won't get fooled again, de The Who, pero estas son las melodías que hoy sonaron más altas que otras en los surcos de la memoria. Aunque, claro, han sonado más las de las series foráneas, tal vez porque han recurrido con mayor acierto a la elección de las canciones. O más bien por afinidades personales. Entretanto la aguja del tocadiscos sigue navegando por los surcos más o menos profundos de esos discos que giran y giran con el deseo de que su energía vuelva a ser transformadora.
Licenciado en Historia y Comunicación, Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1972) es autor de las novelas Bobby Logan (Zut, 2011), Far Leys (Zut, 2014), Arena (Tusquets Editores, 2020), que obtuvo el Premio Memorial Silverio Cañada en 2021, y Vengo de ese miedo (Tusquets Editores, 2022, premio Finestres de narrativa en 2023). También le asiste experiencia en el ámbito de la literatura infantil y juvenil con los títulos Carlota quiere leer (Anaya, 2020) y Sofía, la hormiga sin antenas (Anaya, 2022). Forma parte del Comité de Dirección de cine del Festival de Málaga y es director de la Semana de Cine de Melilla.