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#VozEnOn


 

 ¡Pero qué susto más bueno!

   

MIGUEL ÁNGEL OESTE

     

            

Ilustración: Luis Frutos

 

Uno. El género de terror no suele estar legitimado como otros géneros. No solo pasa en el cine, también en la literatura. Pero el terror está ahí desde el inicio, desde la niñez. Porque todos tenemos miedos y estos no son más que reflejos de lo que nos sucede como sociedad o individuos, por lo que el género tiene una evidente carga social y política. A la vez, las películas de terror muestran un mundo difícil, normalmente poblado de niños y adolescentes y jóvenes en el tránsito a la adultez, en el que nunca están a salvo, en el que hay que estar alerta porque el peligro brota con la facilidad de una mala hierba, en cualquier parte, y eso también resulta, por qué no decirlo, emocionante, enérgico. Una serie reciente que refleja muy bien esta línea de fuerzas es Stranger Things.

 

Dos. En la década de los ochenta, cuando tuve entre 10 y 15 años, vi muchas películas de terror que me llegaban como flechas lanzadas por Robin Hood. ¿Qué tenían esas películas que me (nos) inquietaban? Y, acaso, sin ser conscientes, también me (nos) aliviaban. Aquellas películas te tocaban por dentro. O esa sensación tenía mi yo adolescente. El terror como una forma de explicar lo que nos rodea, de ver los obstáculos como una exploración y como un mecanismo para indagar en uno mismo y en las trabas que te regala la vida. Y sí, el terror es seguramente uno de los géneros que mejor muta con el tiempo para advertir los temores, inseguridades y demás flaquezas que nos atenazan. Por tanto, el terror dialoga con lo contemporáneo.

 

Tres. Insomnio, oscuridad, sentirse integrado, vulnerabilidad, fracaso, ausencias… miedos con los que se convive a diario. De eso iba (y va) el cine de terror. Antes que Vampyr, Los ojos sin rostro, Muñecos diabólicos o La mujer pantera, el cine que me conformó entre los 10 y 14 años fue Al final de la escalera (Peter Medak, 1980), El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), La cosa (John Carpenter, 1982), Polstergeist (Tobe Hooper, 1982), Christine (John Carpenter, 1983), Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984) o los Gremlins (Joe Dante, 1984) entre muchas otras que nos inquietaban pero a la vez radiografiaban la tormenta que sentíamos en la adolescencia. Eran películas en las que había pocas reglas o ninguna. Y, como advierte Bret Easton Ellis, eran historias sin un fondo tranquilizador. ¿Dejamos hoy a los niños ver esas películas que llenaban las noches de desvelos como esos adolescentes que no quieren dormir para que nos los atrape Freedy Kruger? En la mayoría de los casos la respuesta es no. Sin embargo, aquellas películas –y, en general, el género– reflejan la decepción de la vida adulta, esa desilusión que se pretende ocultar a los niños.

 

Cuatro. Sí, lo sé, para algunos (o para muchos) esto que planteo será polémico. Pero nadie puede negar la intensidad que transmiten esas películas y más cuando uno es joven. ¿Qué tiene entonces ese cine que te atrapa en la juventud pese al miedo que te envuelve? Sin duda alguna que conecta con el centro de lo que nos preocupa y el deseo de ser aceptados. Además esas películas eran búsquedas que se hacían sin padres ni madres. A veces con los amigos, otras en soledad. Una manera de exponer la incertidumbre y distorsionar la realidad para llegar a la naturaleza humana de cada uno.

 

Cinco. Y luego llegaría Chicho Ibáñez Serrador y sus Historias para no dormir (1966-68) y, sobre todo, ¿Quién puede matar a un niño? (1976) o Mil gritos tiene la noche (Juan Piquer Simón, 1982). En la actualidad, directores como Paco Plaza, Jaume Balagueró, Alejandro Amenábar o Juan Antonio Bayona han revitalizado el género para conectarlo de nuevo con el gran público. El miedo es una de las primeras emociones que alcanza al ser humano. Una emoción que nos lee desde lo más profundo. Y el género es el medio para llegar a esas profundidades tan oscuras que tal vez nos permitan ver la luz.

           

                    

Licenciado en Historia y Comunicación, Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1972) es autor de las novelas Bobby Logan (Zut, 2011), Far Leys (Zut, 2014), Arena (Tusquets Editores, 2020), que obtuvo el Premio Memorial Silverio Cañada en 2021, y Vengo de ese miedo (Tusquets Editores, 2022, premio Finestres de narrativa en 2023). También le asiste experiencia en el ámbito de la literatura infantil y juvenil con los títulos Carlota quiere leer (Anaya, 2020) y Sofía, la hormiga sin antenas   (Anaya, 2022). Forma parte del Comité de Dirección de cine del  Festival  de Málaga y es director de la Semana de Cine de Melilla.                         

            
               
                                
 

   

       

       

       

       
       

       

       

       

       

       
    

       

       

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