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#VozEnOn


 

 El mal está en todas partes

   

MIGUEL ÁNGEL OESTE

     

            

Ilustración: Luis Frutos

 

Uno. Series de televisión como Juego de Tronos, Gigantes, Fariña, Homeland o Heridas abiertas reflejan la violencia latente de un modo directo. A la vez, captan la hostilidad de un mundo en el que crece el fanatismo, la crispación social o las conflagraciones, y también provocan en ocasiones en el espectador una confusa identificación. O, si se prefiere, una confusa normalización de acciones. Sin duda alguna, el mal es uno de los grandes temas actuales y las series de televisión contemporáneas han sabido reflejarlo de manera inquietante.

 

Dos. El mal siempre ha estado presente. No es nada nuevo. Pero con frecuencia se asociaba a algún elemento externo, desde una enfermedad a una posesión sobrenatural, a una invasión alienígena o a cualquier factor que se agregaba a los personajes. Hoy día el mal es real. Al mismo tiempo, ese mal es tan cotidiano que parece que estamos familiarizados con él. Un mal que nace en el corazón mismo de los personajes.

 

Tres. El mal en cuanto a sus formas estéticas y morales ha evolucionado en la traslación a la sociedad actual. Los ejemplos se despliegan en cascada: Gigantes, La zona, La peste, Mindhunter, Fargo, Hannibal, Seven Seconds, True Detective y otros títulos. Desde que David Lynch y Mark Frost lo anticiparan en Twin Peaks y lo atestiguaran en la tercera entrega, Twin Peaks Returns, la neblina ominosa que encubre el mundo actual se apodera de la ficción serial en representaciones que interpretan y, claro, reflejan, la pulsión violenta que conquista los antiguos modelos de relación. Es como si nos advirtieran de que nada o casi nada es seguro. Un mal que las ficciones han humanizado y el mundo parece normalizar.

 

Cuatro. En este aspecto resulta curioso cómo un espectador o lector puede considerar dura y cruel una ficción que representa la violencia porque apela a sus emociones más profundas, mientras asimila con más normalidad lo real que ve en un informativo. Si nos fijamos en el famoso episodio ocho de la tercera temporada de Twin Peaks Returns, el bicho que entra en la boca de la inocente muchacha da comienzo al fin de la inocencia. A partir de ahí el desvío solo se agrava. Crece y se extiende. No hay escapatoria. Es el comienzo de un mundo más abyecto que estallará por completo con los atentados del 11-S. Desde el derrumbe de las Torres Gemelas todo se ha precipitado. “¿Cómo devolver la confianza en sí mismas a las culturas en plena crisis de identidad?”, se pregunta el politólogo Dominique Moïsi en Geopolítica de las series o el triunfo global del miedo.

 

Cinco. Las series contemporáneas captan esa ausencia de puntos de anclaje para la sociedad. Sobre todo para los jóvenes. El pesimismo parece apoderarse de todo. El mundo se ha vuelto menos seguro, más anárquico, inquietante. Las fronteras morales y éticas se han difuminado. Las opiniones sobre los temas relevantes son charcos de aceite en los que casi todos resbalan. El miedo al que alude Moïsi es lo que cubre el estado de ánimo del planeta. El miedo hace que todo parezca distinto. “¿Queréis prevenir la violencia? No hagáis el mal”, dice el fiscal Teodor Szacki, el personaje creado por el escritor polaco Zygmunt Miloszewski. ¿Es eso posible? ¿O el miedo, su implantación y desarrollo social invita a ello?  Las ficciones televisivas vienen mostrando la violencia desde múltiples perspectivas. Violencia que a veces ya ni parece violencia. Como si fuese algo adquirido por la sociedad. O tal vez porque con frecuencia los monstruos ya no se visten de monstruos, sino como personas comunes. La violencia y el mal tienen esa capacidad camaleónica en un planeta en el que el camaleón está en extinción.

 

Seis. Las series muestran (o demuestran) la evolución de la violencia. Es decir, simboliza la evolución del mal en un mundo corrupto, desesperado, voraz. A los personajes de Esquilo los entendíamos. Agamenón y Clitemnestra tenían motivaciones. Lo inquietante o perverso de los actuales personajes seriales es la comparación o su reflejo de cómo ha mutado el mal. Y que a veces esas motivaciones son tan siniestras como arbitrarias. Entonces brota una pregunta pertinente, como esos hierbajos que salen entre las losas de hormigón o en la acera, hierbajos que se reproducen y mutan y cada vez son más complicados de arrancar; y la pregunta queda suspendida: ¿el deseo de hacer el mal es una especie de prolongación modificada y aviesa de lo se ha experimentado, pero que le hace vivir o quizá es que ya solo sabe vivir de ese modo? Y la siguiente cuestión parece lógica: ¿Está uno destinado y marcado por la infancia y los padres? ¿Se reproducen los comportamientos hasta mutarlos? ¿La ausencia de moral o la amoralidad extasiada del mundo de hoy, en el que no hay atisbo de culpabilidad, condena a la humanidad a la violencia desenfrenada con la que parece disfrutar?

 

Siete. Estas son solo algunas de las preguntas que se pueden extraer de las series citadas. Por ejemplo, en Heridas abiertas encontramos a una adolescente, Amma, tirana y perversa, que asesina sin principio, como para saciar su deseo de diversión y afirmación de lo que entiende como amor; es un animal insaciable, una plaga que se extiende como normalidad. Gigantes es otra serie que plantea cuestiones similares, aunque de otra forma. Cuando Lobo, el personaje que interpreta Antonio Dechent, dice a los hijos de Abraham (Jose Coronado) aquello de “con la muerte de vuestro padre desaparece una forma de hacer las cosas”, está atestiguando algo más profundo a nivel estructural. El mal primigenio, salvaje, aterrador que desarrolla Abraham en su familia y en sus dominios tiene, pese a lo paradójico del asunto, unas normas. Y con ellas ciertos límites. A pesar de que estos sean violentos y extremos. Una vez muerto, los procedimientos de ese mal se multiplican, se sofistican a través de sus hijos y termina por ser sistémico. La muerte de la inocencia de la infancia se manifiesta estéticamente para demostrar lo maleable y adaptable que es el mal hoy en día y el escaso valor de cualquier elemento positivo en un mundo hostil y cruel, donde los buenos sentimientos parecen una metáfora de un cuchillo afilado en el cuello del personaje. Si en el cine clásico los personajes podían hallar cierta purificación o alguna redención, por mínima que fuese, en la gran parte de la ficción televisiva hallamos el impedimento de la lección purificadora, pues la razón tiene escaso valor frente al mal extendido y difuso convertido en una red global.

 

Ocho. No hay que irse a la ficción. Lo que se considera real estalla en muertes cada día. Las fronteras entre el bien y el mal ya hace tiempo que desaparecieron y los héroes han dejado de ser lo positivo que eran en otros tiempos. Y nada se aprende. O eso parece. A pesar de que lo que nos muestran las series citadas y otras es que todo se vuelve más borroso. Un estado de alerta. Los espacios y los actos de relación se confunden moralmente. El bien y el mal no son cuerpos nítidos. Las estrategias narrativas y estéticas afianzan de modo recurrente la difusión de los comportamientos individuales, sociales, institucionales, etcétera. ¿Hay o no hay justificación posible en los actos? Y al final quién encuentra la respuesta al mal extendido cuando pone un informativo o una serie de televisión y se inmuniza o se identifica. ¿Dónde queda la posible humanidad de las personas y los personajes? ¿Tiene la ficción la capacidad de revertir dicha naturaleza? Las expresiones artísticas –y las series lo son en su vertiente de cultura popular– han representando las constantes de la realidad, sus traumas, sus desvíos, casi siempre como modelos para el aprendizaje.

 

           

           

                                                                                                              

Licenciado en Historia y Comunicación, Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1972) es autor de las novelas Bobby Logan (Zut, 2011), Far Leys (Zut, 2014), Arena (Tusquets Editores, 2020), que obtuvo el Premio Memorial Silverio Cañada en 2021, y Vengo de ese miedo (Tusquets Editores, 2022, premio Finestres de narrativa en 2023). También le asiste experiencia en el ámbito de la literatura infantil y juvenil con los títulos Carlota quiere leer (Anaya, 2020) y Sofía, la hormiga sin antenas   (Anaya, 2022). Forma parte del Comité de Dirección de cine del  Festival  de Málaga y es director de la Semana de Cine de Melilla.                         

            
               
                                
 

         

             

       

       
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