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#VozEnOn


 

 Delirios sobre pantallas o apuntes desordenados de una noche cualquiera

   

MIGUEL ÁNGEL OESTE

     

            

Ilustración: Luis Frutos

 

Uno. He soñado que mi mente se partía en diversas pantallas. Lo hacía de una manera limpia, aséptica, controlada. A la vez, recreaba que el fenómeno multipantalla que aqueja a la sociedad se convertía en algo peor que una pandemia que nos dejaba encerrados en casa. No es que casi todo lo viese así en el sueño, desde una televisión que se fragmenta para ver diferentes películas, series y programas, visionándolas mientras pasaba de la pantalla del teléfono móvil a la tableta, a Alexa o a cualquier otra pantalla mientras las imágenes de las diferentes ficciones se combinaban y sucedían como si fuera un tebeo, de una viñeta a otra. Tal vez estaba atrapado dentro de cada pantalla, viviendo la misma tensión que las primeras semanas de la pandemia, pero aún peor porque uno se considera libre, cree que está eligiendo, que dispone de eso llamado tiempo. Digo que lo he soñado, pero ¿y si es una certeza, y el sueño es la experiencia real que tenemos con todos estos dispositivos?

 

Dos. Emmanuel Carrère dijo que “vivimos la era del fin de la realidad”. Quizá sea verdad, la realidad se desplaza por zonas digitales para quedar atrapados tras vidrios de ilusiones.

 

Tres. Nos desplazamos inmóviles. Hablamos o escribimos de lo que estamos viendo o nos ha sucedido mientras somos incapaces de ver cómo nos devoran los monstruos. El consumo compulsivo secuencial o simultáneo magnetizados en las pantallas de frecuencia corta y redes sociales para descubrir un clima emocional suspendido en una precaria estructura que deforma lo real.

 

Cuatro. Alteraciones del sueño, vibraciones fantasmas, las enormes fluctuaciones emocionales que generan ansiedad, el tiempo inexistente o su anulación, el síndrome FOMO (ese miedo a estar perdiéndose algo)… no hay zombies, ni vampiros, porque los vampiros se han digitalizado y los zombies están despiertos en ese efecto multipantalla.

 

Cinco. En el sueño una figura con los rasgos difuminados me preguntó por la frecuencia cardiaca del corazón. No entendí la pregunta. El desconocido se movía con lentitud. En su cara cuadrada, como un monitor, simuló arritmias, mostró corazones mordidos por pantallas que después se nublaban como las modificaciones que se producen en alguien con ansiedad, en alguien con anemia, en alguien al que despojan de su vida. Hasta que todo se apagó. Se fue a negro. Desperté. O al menos creí que estaba despierto.

 

Seis. Como no quería olvidarlo, anoté las sensaciones y las imágenes que recordaba. Fragmentos de fragmentos. Retazos. Era como si mi propia memoria no fuera mía, dejara de pertenecerme, hubiera pasado a esa zona digital donde se afirma que está todo y no hay nada. La intuición de que los recuerdos y la memoria se almacenan en ese no lugar mientras nos vaciamos. ¿Estaba despierto o dormido?

 

Siete. Miré la hora en el móvil. Apagué la televisión, la tableta y el ordenador. Cerré los ojos. El insomnio saltaba a sus anchas. La nebulosa se encontraba en el interior del piso. Entonces, como no podía dormir, cogí el teléfono y me saltó información de series y películas, de libros y tebeos… hasta que me vi, o creí verme allí y aquí y en ninguna parte, me autoenvié un whatsapp, y como no lo veía bien en la pantalla del móvil, encendí la tableta, luego el ordenador, volví a vincular el ordenador a la televisión, pregunté a Alexa por la noticia, pero me dijo algo sin sentido. Volví a mirar la hora. Ya eran las siete de la mañana. Mandé un par de mensajes a amigos. Me respondieron al segundo. Recibí mensajes y enlaces de diversas redes sociales, la información pasaba rápido de un tema a otro, pero sin filtrar, sin que diera tiempo a pensar y yo seguía sin saber de veras si estaba despierto o dormido; aunque creía, pensaba, que estaba despierto, pero si en realidad estaba dormido, sin posibilidad de regresar, con los contornos reales cada vez más distorsionados. Aún intento descubrirlo. Aún deliro si mis neuronas se desprenden de mí para ir a esa red multipantallas que domina nuestra existencia. Aún dudo de quién está frente a la pantalla mientras escribe esto que está leyendo el lector. Aún dudo de que el propio lector sea un lector y no una pantalla.

 

           

            

            

           

          

                            
                        

                  
                  

Licenciado en Historia y Comunicación, Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1972) acaba de reeditar en versión revisada Perro negro (antes, Far Leys, 2014), en torno a la figura del malogrado genio del folk británico Nick Drake. Es autor de las novelas Bobby Logan (Zut, 2011),  Arena (Tusquets Editores, 2020), que obtuvo el Premio Memorial Silverio Cañada en 2021, y Vengo de ese miedo (Tusquets Editores, 2022, premio Finestres de narrativa en 2023). También le asiste experiencia en el ámbito de la literatura infantil y juvenil con los títulos Carlota quiere leer (Anaya, 2020) y Sofía, la hormiga sin antenas   (Anaya, 2022). Forma parte del Comité de Dirección de cine del  Festival  de Málaga y es director de la Semana de Cine de Melilla.                         

     
     

        
       

            

       

       

       

            

            

       

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