
La confusión de hoy en día no resulta tan divertida como aquella película de Peter Bogdanovich, ¿Qué me pasa, doctor? Y es que a veces no resulta grato mirar ni escuchar. Me cuenta un amigo que fue testigo a las dos de la madrugada de cómo un grupo de cincuenta adolescentes borrachos se ponía a cantar el Cara al sol, himno oficial del franquismo. La escena parecería un sketch, pero la sociedad está tan polarizada y turbia que se convierte en un reflejo nocivo de la vida que respiramos. Y más que una comedia, a mí solo me viene a la cabeza La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, la adaptación de la novela de Jack Finney. Vivimos envueltos en la confusión de que no sabemos quiénes somos, envueltos en vainas y el intercambio de maletas que quizás, si seguimos así, jamás volvamos a encontrar. Entonces la risa se tornará en un desconsuelo pesimista sin demasiada esperanza.

No puede haber premio más merecido que el Actúa que recibió la semana pasada Fiorella Faltoyano. Desde sus precoces inicios hasta hoy mismo, Fiorella siempre ha tenido gusto por ir a contracorriente como actriz, además de revelarse en los últimos años como una notable escritora. Dueña de un estilo interpretativo personalísimo, se trata de una figura reconocida y respetada por toda la profesión y de una testigo directa de la historia de nuestro cine. Porque sí, es obvio, ella es Historia del Cine Español. Ella seguirá viva cuando ya no estemos. Ella sonríe o llora como nadie. Y además, siempre ha pisado el suelo con una humanidad desprendida y humilde que la convierte en una figura inolvidable.

Las series de televisión han aprovechado las ventajas del avance tecnológico para encontrar espectadores y un debate social mayor incluso que el cine en muchas ocasiones. Sin embargo, no sé si en la actualidad su calidad es superior a la de hace unos años, en los que uno podía encontrarse títulos tan diferentes, pero de indudable alcance estético, como La peste, Mira lo que has hecho, Arde Madrid, Gigantes, Crematorio, Los Soprano, The Wire o Twin Peaks. Tengo la sensación de que vivimos un momento de euforia que a veces exagera las virtudes de este formato. Lo digo porque este año he visto muchas series, pero aún ninguna con la contundencia de Celeste, Querer o Los años nuevos, las tres del año pasado. A lo largo de 2025 aún echo de menos como espectador un título con una estructura narrativa que se atreva a doblegar los patrones decimonónicos y rompa la cronología de la acción para desarrollar una narrativa más elíptica, violentando la empatía del espectador con los personajes. No he visto todas, pero entre las visionadas me sigo quedando con Furia y La suerte.

Anuncios, programas de reality, eventos deportivos, musicales o lo que sea en directo. Son la esencia de esa televisión que iba a morir, pero que sigue de alguna manera, pese a que los jóvenes la vean con modelos diferentes y a velocidad acelerada. En la actualidad, todo se parece demasiado. Todo juega a la mímesis. Hay tal cantidad de contenidos que es difícil diferenciar. La personalidad, claro, siempre la otorga el creador. Pero, ¿tiene esa libertad que se le concedía apenas hace unos años, cuando todo sonaba a épica y revolución? Porque los jóvenes se cansan. No ven televisión. Buscan otros modelos, estímulos y experiencias. De ahí la paradoja. Ha cambiado la manera de ver –y, por tanto, de mirar al mundo– no solo entre las nuevas generaciones. Se buscan experiencias únicas, pero la avalancha de producir contenidos se vuelve a parecer a modelos tradicionales. Por eso resulta tan pertinente la pregunta: ¿Dónde está hoy la televisión?

La sintonía entre Alberto Rodríguez y Pau Esteve, su director de fotografía, es total (lo hemos vuelto a comprobar con Los Tigres, premiada en San Sebastián), como lo ha sido con otros realizadores con los que ha trabajado este profesional, desde Manolo Martín Cuenca a Jaime Rosales, Rodrigo Cortés, Violeta Salama o Pedro Almodóvar. Hace algunos años lo entrevisté y con toda humildad me confesó: “Para mí lo más importante es que no se note la luz, que parezca que la película no está iluminada, como si no hubiéramos puesto ningún foco, como si no hubiéramos hecho nada". Tal vez el público no suela conocer los directores de fotografía, pero los cineastas sí los conocen, o sí conocen a los buenos. Y es que Pau Esteve sabe mirar de un modo invisible, sabe hacer hablar los espacios y los personajes con esa sencillez de las cosas que de verdad merecen la pena.

Con los años, una de las cosas que más deseo es regresar a aquellas historias que ya visioné. Lo hago, claro, con otra perspectiva, más sosegado. Cada vez que puedo vuelvo a ver aquella película que vi y que me emocionó por alguna razón y, normalmente, la emoción se multiplica. Y es que las películas cambian como lo hacemos nosotros. Lo que nos permeó la primera vez con el tiempo nos alcanza de otra manera. He pensado que ese interés por lo ya visto quizás se deba a un rechazo de este modelo de vida tan urgente y consumista. O quizás es una nueva alergia que se extiende por el planeta. Me cuenta mi alergólogo que están apareciendo muchas nuevas alergias que antes no existían. Si esta es una nueva y soy el primero en padecerla la llamaré alergia Oeste.

Robert Redford es español. Robert Redford es francés. Robert Redford es italiano. En realidad, es europeo, pero también africano, asiático, americano, de cualquier continente en el que esté dividido este planeta que respiramos. Era valiente y vulnerable, una mirada hacia el mundo a través de sus películas y de sus acciones. Las interpretaciones de este hombre eran ejemplos de existencia. Un mosaico auténtico de emociones que impregnaban a los espectadores. Un lienzo de amor, alegría, dolor, deseos, miedos, tristeza… al que daba profundidad o ligereza en función del personaje que construía para convertirlo en persona. Acaso fue un equilibrista de las emociones y los sentimientos, algo tan difícil y que tanto se echa de menos en estos tiempos de impostura.

Septiembre ilusiona. Hasta huele diferente; o quizás es una fantasía, es lo que quisiéramos. Todas las películas, todos los discos, todos los libros tienen un tipo de actitud frente a la vida. También todos los septiembres vividos y por vivir. Todos esos comienzos que representan esa quimera del cambio, de que otro futuro es posible, aunque nos quieran convencer de que no es posible. Celebremos este mes. Celebremos el cine, la música, la literatura. Celebremos la vida y escriban en las redes de AISGE de qué les gustaría que hablásemos. Sean bienvenidos a la fiesta de una nueva temporada este 17-S de 2025.

Finalizamos la tercera temporada, pero no se preocupen: regresaremos en septiembre con la misma energía y acaso la misma furia de la serie creada por Félix Sabroso. Y aunque esta columna no pretende ser una suerte de recomendaciones veraniegas, no puedo dejar de citar un par de propuestas que me han zarandeado la masa encefálica. Una es justo Furia, de Sabroso, una miniserie negrísima en su aproximación a la realidad que muestra, con diálogos inspiradísimos y un elenco de actrices y actores que se salen (Candela Peña, Carmen Machi, Nathalie Poza, Pilar Castro, Alberto San Juan, Cecilia Roth, Claudia Salas, Ana Torrent…), el estado de ánimo que azota el mundo que habitamos. Y la otra, Superestar, dirigida por Nacho Vigalondo y Claudia Costafreda, narra el éxito de Tamara en los años dos mil, pero tiene mucho que ver con el mundo que habitamos hoy.

Un proyecto es un sueño. Empezar algo es el inicio de una ensoñación. Uno puede decir eso de “Tengo un sueño”. En los guiones te implicas desde la respiración, terminas por confundir momentos inventados y otros que son igualmente ficticios pero que parecen reales. La sinopsis, el tratamiento, la estructura, las primeras versiones, la charla con productores y compañeros: todo forma parte de ese sueño que se agranda. Hasta que hace ¡BOOM!, como una onomatopeya. Siempre hay alguien de marketing que habla y habla y habla, que menciona las redes y los miles de seguidores que tienen X y Z. Es la marea del averno de opinadores que se cuelan en el sueño y en los sueños. El guionista sabe a la perfección que el sueño se puede convertir en pesadilla. Y sí, llega el insomnio, tan extendido en la sociedad contemporánea.

La programación en Filmin y Movistar de la última película de Nacho Vigalondo, Daniela Forever, que pasó por Toronto y Sitges, habla en cierto modo de la reconstrucción de la memoria a partir de la pérdida. Y lo hace desde la puesta en escena, la estructura y el uso de formatos diferentes para reflexionar sobre el amor (por tanto, también sobre el duelo) y sus bifurcaciones de ese tiempo compartido hasta que se pierde o se rompe inesperadamente. Es una fábula que desnuda el alma de los dos protagonistas y, por extensión, la del espectador, con una mirada siempre asombrosa sobre los sentimientos y los vínculos que se establecen. esta historia de amor y muerte da miedo, saca la sonrisa, transmite ternura, emociona… Porque se atreve a explorar ese territorio al que acudimos todos a medida que cumplimos años.

A la arquitecta y urbanista Reyes Gallegos le encargaron un análisis sobre los barrios periféricos construidos en Sevilla en los años setenta. Tomando fotografías y conociendo a las gentes del barrio de San Diego, se convirtió en un documental, Ellas en la ciudad, que recupera la verdadera memoria de la ciudad y de lo que somos. La ciudad era y es de las mujeres. Pero esos barrios se diseñaron para el coche y ellas no tenían ni carnet ni oportunidad de tener vehículo, por lo que quedaron aisladas. Hasta que se reinventaron. Si una cosa muestra la película de Reyes Gallegos es la capacidad de resistencia y la entrega para no perder sus espacios y lo que son. Con todo en contra, ellas caminaron frente a cualquier adversidad y las desigualdades que encontraron.

Cuando en un acto alguien suelta eso de que esta o aquella película española tiene un guion que no funciona, o directamente se alude a la temeraria afirmación de que el guion es malo, mi perplejidad sube hasta la luna y me lleva a recordar que los periodos de ceguera siguen presentes. Por lo pronto, me resulta increíble que alguien exprese una opinión sobre un guion sin saber quién lo escribió. Vivimos en una sociedad más evidente, precipitada y congestionada, donde la provocación intelectual, la estética y lo moral o emocional se diluyen en busca de éxitos y mercados que nada tienen que ver con lo narrativo. Y pese a ello, el cine español está proponiendo guiones memorables que nos interpelan como ciudadanos para preguntarnos sobre los misterios que nos preocupan a todos.

Vivimos en un tiempo extraño que tiende a simplificar no solo el discurso, sino también lo estético. Un tiempo en que la cultura y la educación, pilares de cualquier sociedad próspera, parecen derruidas por soflamas incendiarias e impulsivas que muestran alergia a una voz razonada y medida. Y, sin embargo, en este panorama simplista, propagado a menudo por quienes deciden qué hacer y qué no, encontramos islas como la obra de Oliver Laxe. Un cineasta en búsqueda que nos invita a emprender ese camino para reflexionar sobre nosotros como sociedad y como personas únicas. Sirât es una mirada personal, estética y existencialista sobre una sociedad que baila en el abismo, una sociedad que se abandona sin horizonte y en la que brotan los arrebatos irracionales.

Son más de seis décadas las que el actor y coleccionista cinematográfico Lucio Romero lleva dedicadas a estos dos grandes amores. Más de seis décadas de mimo, delicadeza, fuerza de voluntad para no abandonar el sueño infantil que todavía brota en su sonrisa. A sus 91 años, Lucio continúa siendo ese niño que recorría las calles de Málaga para hacerse con los carteles de las películas que veía, el niño que se imaginaba en la pantalla, el niño que declamaba un texto en un escenario, el niño que idolatraba el arte de la ficción para transmitir emociones. Un niño que siempre quiso ser lo que ha sido y sigue siendo.

Los relevos son procesos naturales, pero hablar de generación en sí puede servir simplemente para aglutinar nombres por comodidad. Existen nuevas miradas e historias que se preocupan, como no podría ser de otro modo, por cuestiones contemporáneas. Sin embargo, ¿qué tiene que ver la narrativa de Las niñas, de Pilar Palomero, con la de Cerdita, de Carlota Pereda; o una serie como Skam con La Mesías? En lo que sí conectan es en un intento de indagar en los matices y conflictos de su juventud, de profundizar desde nuevas perspectivas, al tiempo que hacen aflorar temas como la identidad sexual y de género, la salud mental, la precariedad laboral, la falta de futuro, la soledad... Y lo reflejan desde posturas que han experimentado, que no son representaciones, de ahí que no sean películas ni series condescendientes.

El éxito de las series en Movistar+ radica en que su director de Ficción Original, Domingo Corral, comprendió que intentar llegar a todos es un problema, porque el “todos los públicos” acaba obligándote a crear un producto blanco, a menudo insustancial. Corral abrió la ficción al riesgo creativo. Porque, lo crean o no, la ficción española ha sido históricamente más bien conservadora. También impulsó el tratamiento de temas de relevancia social, siguiendo el modelo de las series europeas. Se trataba de crear una ficción definitivamente diferenciada y local, que contara nuestras propias historias. Domingo Corral ya no está a los mandos de la ficción de Movistar+, pero es seguro que ha recibido llamadas para montar nuevos proyectos que busquen diferenciarse mediante propuestas singulares, con una clara impronta autoral.

Más allá del galardón que le concedía la Semana de Cine de Melilla, lo que más me llamó la atención de Diego Luna fue la curiosidad innata que mostró, junto a esa profunda sencillez de las personas verdaderamente grandes. No parecía estar allí para recibir honores, sino para compartir, escuchar y aprender. Luna tiene la capacidad de componer personajes repletos de emociones y contradicciones, de mostrar deseos, aspiraciones y frustraciones como si fueran capas de piel que se desprenden con facilidad. Crea con el espectador un vínculo desde la sencillez; sin estridencias, sin artificios, solo con la importancia del cuerpo y el lenguaje. Sus gestos, su mirada, sus silencios... En él, todo habla.

El eternauta, la serie que Bruno Stagnaro ha dirigido para Netflix, nos alerta sobre la fragilidad del mundo y lo insignificantes que somos, sobre el desconcierto reinante al que nos enfrentamos como seres humanos. Es una historia profundamente humanista que navega a través de una narración eficaz en el modo de abordar tanto la acción como los dilemas morales. El elenco de actores, con Ricardo Darín y César Troncoso, es espléndido: todos consiguen transmitir ese miedo en el que se van adentrando a medida que avanza la historia. Porque ese terror, tanto en la historieta como en la serie, acierta a conjugar lo familiar y lo espeluznante, el miedo a la propia humanidad y la desolación a la que se enfrentan en un mundo que se rompe. Ese mismo mundo que está fracturado ante nuestros ojos día a día, sin necesidad de invasiones extraterrestres ni simbolismos ficticios.

Hablemos de un actor capaz de llenar cualquier pantalla y dar vida a cualquier personaje, duro o tierno, complejo o simple, dramático o cómico, secundario o principal. Profesionalidad, cercanía, trabajo constante y talento son características que definen a Pedro Casablanc. Pero tal vez su verdadera virtud resida en su capacidad para lograr actuaciones memorables gracias a su profundo conocimiento de la condición humana y su constante reflexión sobre ella. Quizás porque la vida y la actuación no son entidades separadas. Al contrario, una alimenta a la otra. En él, el arte y la existencia son vasos comunicantes. Pedro Casablanc no solo actúa. Crea vida. Y eso lo convierte en un imprescindible en el gran relato del cine español.

El otro día una periodista me pidió que comentase cinco películas españolas recientes que me hubieran interesado por diferentes motivos. Hablé de Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa) Alcarrás (Carla Simón), El agua (Elena López Riera), Alegría, de Violeta Salama, y Con el viento, de Meritxell Collel. "¿Puedes añadir un par de títulos más?", preguntó, y entonces agregué Las niñas, de Pilar Palomero, y Los encantados, de Elena Trapé. Y fue en ese momento cuando me dijo: pero son todas películas dirigidas por mujeres. Pero más allá del género, su valor está en su mirada, en la creatividad que muestran, en la búsqueda de representaciones novedosas, en desestabilizar el orden establecido. Una ‘excentricidad’ que indaga desde el lenguaje para transitar nuevos caminos tanto creativos como vitales, que piensa historias desde otro sitio.

El cine y la literatura son expresiones distintas pero complementarias: por eso el eterno debate de “¿libro o película?” es un debate estéril, ya que ambas experiencias son válidas y enriquecedoras. Lo vimos con Tristana, de Buñuel: tanto la lectura del libro de Galdós como el visionado de la película se fusionan de alguna manera, y no solo por el cambio que hace el realizador aragonés del final, más inquietante si cabe del original. ¿Quién no se acuerda de ese campesino rodeado de violencia que interpretó José Luis Gómez en La familia de Pascual Duarte? O de Los santos inocentes (Delibes/Camus), una película que se recuerda, más allá de la potencia de la historia, por esas composiciones de los intérpretes, cargadas de matices y un sentido trágico y humano.

TikTok parece que ha transformado la forma de consumir contenidos, y en una sociedad cada vez más polarizada e instantánea, viraliza ciertas series y películas, creando tendencias capaces de condicionar un éxito comercial que muchas veces ignora los valores artísticos. Y si la atención y la percepción sobre el mundo contemporáneo cambia, también se modifica nuestra manera de relacionarnos con los otros. La búsqueda de la viralidad a toda costa tiende a replicar patrones en una tendencia que opta más por lo fugaz que por una originalidad más honda en el sentido humano, de comprensión, de volver a reconectar con la condición humana.

En octubre se cumplen 25 años del estreno de El Bola, el primer largo de Achero Mañas, que se ganó al público por la profunda honestidad que transmite. Una de esas películas de gran calado social y humano que logran alcanzar una dimensión universal. Es un retrato duro de la violencia doméstica, de los niños maltratados. Una historia que el director nos acerca para que miremos con más atención esta sociedad, para que no pasemos por ella de puntillas. Resulta inevitable sobrecogerse, especialmente con la escena final, con esa mirada de Juan José Ballesta. A El Bola le sucede lo que a Adolescencia, la serie de Stephen Graham y Jack Thorne (y sus virtuosos planos secuencia): te dejan literalmente pegado a la pérdida social de los jóvenes que retratan. Quizás sean eso, una reflexión sobre la pérdida de la inocencia.

A Salva Reina nadie le regaló nada. Cada aplauso, cada sonrisa, cada lágrima que arranca son frutos de un esfuerzo incansable, un esfuerzo que él siempre mezcla con diversión, con esa alegría contagiosa que lo caracteriza. Lo conocí de chaval jugando al fútbol en una época en que hacer cultura en Málaga era casi una utopía para quienes veníamos de abajo. Por eso su reconocimiento (el Goya por El 47) tiene aún más mérito para todos los que sueñan y siguen soñando. La cercanía de Salva es saber entender que su oficio es un reflejo real y auténtico para muchos. Por eso baja a eso que se denomina el barro sin problema. Sus compañeros de profesión, desde directores a técnicos, lo adoran: porque Salva no es solo un actor brillante, sino un compañero ejemplar, siempre generoso, siempre dispuesto a echar una mano.