Más allá del galardón que le concedía la Semana de Cine de Melilla, lo que más me llamó la atención de Diego Luna fue la curiosidad innata que mostró, junto a esa profunda sencillez de las personas verdaderamente grandes. No parecía estar allí para recibir honores, sino para compartir, escuchar y aprender. Luna tiene la capacidad de componer personajes repletos de emociones y contradicciones, de mostrar deseos, aspiraciones y frustraciones como si fueran capas de piel que se desprenden con facilidad. Crea con el espectador un vínculo desde la sencillez; sin estridencias, sin artificios, solo con la importancia del cuerpo y el lenguaje. Sus gestos, su mirada, sus silencios... En él, todo habla.
El eternauta, la serie que Bruno Stagnaro ha dirigido para Netflix, nos alerta sobre la fragilidad del mundo y lo insignificantes que somos, sobre el desconcierto reinante al que nos enfrentamos como seres humanos. Es una historia profundamente humanista que navega a través de una narración eficaz en el modo de abordar tanto la acción como los dilemas morales. El elenco de actores, con Ricardo Darín y César Troncoso, es espléndido: todos consiguen transmitir ese miedo en el que se van adentrando a medida que avanza la historia. Porque ese terror, tanto en la historieta como en la serie, acierta a conjugar lo familiar y lo espeluznante, el miedo a la propia humanidad y la desolación a la que se enfrentan en un mundo que se rompe. Ese mismo mundo que está fracturado ante nuestros ojos día a día, sin necesidad de invasiones extraterrestres ni simbolismos ficticios.
Hablemos de un actor capaz de llenar cualquier pantalla y dar vida a cualquier personaje, duro o tierno, complejo o simple, dramático o cómico, secundario o principal. Profesionalidad, cercanía, trabajo constante y talento son características que definen a Pedro Casablanc. Pero tal vez su verdadera virtud resida en su capacidad para lograr actuaciones memorables gracias a su profundo conocimiento de la condición humana y su constante reflexión sobre ella. Quizás porque la vida y la actuación no son entidades separadas. Al contrario, una alimenta a la otra. En él, el arte y la existencia son vasos comunicantes. Pedro Casablanc no solo actúa. Crea vida. Y eso lo convierte en un imprescindible en el gran relato del cine español.
El otro día una periodista me pidió que comentase cinco películas españolas recientes que me hubieran interesado por diferentes motivos. Hablé de Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa) Alcarrás (Carla Simón), El agua (Elena López Riera), Alegría, de Violeta Salama, y Con el viento, de Meritxell Collel. "¿Puedes añadir un par de títulos más?", preguntó, y entonces agregué Las niñas, de Pilar Palomero, y Los encantados, de Elena Trapé. Y fue en ese momento cuando me dijo: pero son todas películas dirigidas por mujeres. Pero más allá del género, su valor está en su mirada, en la creatividad que muestran, en la búsqueda de representaciones novedosas, en desestabilizar el orden establecido. Una ‘excentricidad’ que indaga desde el lenguaje para transitar nuevos caminos tanto creativos como vitales, que piensa historias desde otro sitio.
El cine y la literatura son expresiones distintas pero complementarias: por eso el eterno debate de “¿libro o película?” es un debate estéril, ya que ambas experiencias son válidas y enriquecedoras. Lo vimos con Tristana, de Buñuel: tanto la lectura del libro de Galdós como el visionado de la película se fusionan de alguna manera, y no solo por el cambio que hace el realizador aragonés del final, más inquietante si cabe del original. ¿Quién no se acuerda de ese campesino rodeado de violencia que interpretó José Luis Gómez en La familia de Pascual Duarte? O de Los santos inocentes (Delibes/Camus), una película que se recuerda, más allá de la potencia de la historia, por esas composiciones de los intérpretes, cargadas de matices y un sentido trágico y humano.
TikTok parece que ha transformado la forma de consumir contenidos, y en una sociedad cada vez más polarizada e instantánea, viraliza ciertas series y películas, creando tendencias capaces de condicionar un éxito comercial que muchas veces ignora los valores artísticos. Y si la atención y la percepción sobre el mundo contemporáneo cambia, también se modifica nuestra manera de relacionarnos con los otros. La búsqueda de la viralidad a toda costa tiende a replicar patrones en una tendencia que opta más por lo fugaz que por una originalidad más honda en el sentido humano, de comprensión, de volver a reconectar con la condición humana.
En octubre se cumplen 25 años del estreno de El Bola, el primer largo de Achero Mañas, que se ganó al público por la profunda honestidad que transmite. Una de esas películas de gran calado social y humano que logran alcanzar una dimensión universal. Es un retrato duro de la violencia doméstica, de los niños maltratados. Una historia que el director nos acerca para que miremos con más atención esta sociedad, para que no pasemos por ella de puntillas. Resulta inevitable sobrecogerse, especialmente con la escena final, con esa mirada de Juan José Ballesta. A El Bola le sucede lo que a Adolescencia, la serie de Stephen Graham y Jack Thorne (y sus virtuosos planos secuencia): te dejan literalmente pegado a la pérdida social de los jóvenes que retratan. Quizás sean eso, una reflexión sobre la pérdida de la inocencia.
A Salva Reina nadie le regaló nada. Cada aplauso, cada sonrisa, cada lágrima que arranca son frutos de un esfuerzo incansable, un esfuerzo que él siempre mezcla con diversión, con esa alegría contagiosa que lo caracteriza. Lo conocí de chaval jugando al fútbol en una época en que hacer cultura en Málaga era casi una utopía para quienes veníamos de abajo. Por eso su reconocimiento (el Goya por El 47) tiene aún más mérito para todos los que sueñan y siguen soñando. La cercanía de Salva es saber entender que su oficio es un reflejo real y auténtico para muchos. Por eso baja a eso que se denomina el barro sin problema. Sus compañeros de profesión, desde directores a técnicos, lo adoran: porque Salva no es solo un actor brillante, sino un compañero ejemplar, siempre generoso, siempre dispuesto a echar una mano.
Desde hace años tengo relación con un profesor estadounidense especialista en cine y literatura española. Y cada vez que quedo con él, reivindica la figura de Luis García Berlanga. Incluso argumenta que nuestro cineasta es como Franz Kafka, que debería tener la misma consideración que el escritor checo. Berlanga fue, sin duda, uno de los renovadores del cine español, un creador en constante exploración que buscaba siempre la libertad más absoluta, la innovación, y que contemplaba la realidad sin complacencia ni concesiones. Y esto hoy día no es tan habitual. Quizá Plácido (su peli favorita) y el resto de su obra sea tan moderna porque nos alerta sobre la importancia de comprender al otro: un tema fundamental que nos interpela como humanidad, por grandilocuente que suene esto.
Los festivales de cine han pasado a ser islas rebeldes en un mundo donde la cultura parece tener cada vez menos peso ante el avance de ideas totalitarias. Del 14 al 23 de marzo, una nueva entrega del Festival de Málaga acoge multitud de voces y miradas: desde historias pegadas a la realidad y más personales, a otras de vocación comercial con lenguajes clásicos o contemporáneos. Son películas que amparan las diferencias de esta sociedad y nos interrogan desde el pensamiento crítico. Perdese en este certamen es un tour maravilloso que nos sorprende, que nos radiografía para ser menos extranjeros de nosotros mismos.
La producción serial no se detiene. Es una especie de Fórmula 1 que apenas para en boxes para cambiar neumáticos. Asistimos a un panorama audiovisual televisivo efervescente y vertiginoso: la ficción española ha entrado en una etapa de madurez y las series mantienen un pedazo importante del debate cultural contemporáneo. En las próximas semanas preparémonos para recibir Weiss & Morales (TVE), una ficción que comparten un sargento de la guardia civil (Miguel Ángel Silvestre) y la actriz Katia Fellin como la agente de la BKA alemana. Pero también la producción de época La favorita 1922 (Telecinco), protagonizada por Verónica Sánchez y Luis Fernández, o La canción, en torno a Massiel y Eurovisión, con Carolina Yuste y Patrick Criado. Y Cuando nadie nos ve, dirigida por Enrique Urbizu y protagonizada por Maribel Verdú.
Hay películas y series que se crean día a día a nuestro alrededor, de manera invisible, casi sin ser conscientes al principio de que estamos asistiendo a una ficción inolvidable que formará parte de los recuerdos colectivos de muchas personas. Y la que se deriva del triunfo que ha logrado Unicaja en la Copa celebrada en Gran Canaria es una de ellas. No ha habido apenas épica baloncestística en el cine, más allá de disfrutar con un ídolo del momento, Michael J.Fox, en De pelo en pecho. Pero el Unicaja es el equipo de todos, una ficción que se puede vivir plenamente al margen de victorias y derrotas. Y lo ha hecho en un mundo evanescente y precipitado donde solo importa lo inmediato y lo superficial. El mejor serial sobre baloncesto lo estamos disfrutando en vivo y no es una serie que se esté grabando, de la que solo queden los pedazos de un meteorito.
No creo que tengan nada que ver Tiburón, de Steven Spielberg y Furtivos, de José Luis Borau, excepto que ambas cumplen 50 años y hablan, a su modo, de miedos e incertidumbres. Aunque en el fondo el cazador furtivo y el tiburón blanco sí puedan tener elementos similares, al igual que el uso de una tensión que estallará como reflejo de la condición humana. Estas películas exploraban los miedos sociales y tuvieron un impacto en lo real. Lo hicieron de manera diferente y con modelos distintos que, en cambio, buscan llegar a lugares similares en un momento como el actual en el que predomina el populismo y la demagogia. Desde este punto de vista, las dos películas leen el presente con rotundidad y desnudez, y con seguridad son más modernas hoy que en el momento en el que se estrenaron. Ficciones que son explosiones libres, bofetadas morales.
Un disco que escuchas una y otra vez. De un modo repetido. Un largometraje que ves en tu casa sin interrupciones, sin partirlo, sin acelerar su visión, como hacen, según me relatan, algunos jóvenes y no tan jóvenes; o una película que ves en el cine sin mirar ni una sola vez el teléfono móvil. O dedicar tiempo a leer una novela o un cómic sin poner la excusa de “no tengo tiempo”. ¿Dónde se fue el tiempo? ¿En qué trampa nos hemos metido? En esta carrera en la que el tiempo se desvanece, parece que un vídeo de Tik Tok cobra más relevancia que la narrativa de una película detenida, humana, sensible y sensitiva. Me pregunto si adormecemos los sentidos para evitar las emociones. Acaso todo se acelera con la brevedad de los vídeos acumulativos para no diferenciarse, para no detenerse, para no pensar ni sentir, solo para ir veloz a ser tragado por eso que llaman tiempo.
Los Goya se han afianzado como el evento del cine español más característico e influyente tras 39 años. Y, es más, su importancia es tan relevante que todos quieren estar. Aitana Sánchez-Gijón, el premio de Honor de este año, es una actriz que ha sido capaz de dar vida a los seres más complejos. Y siempre lo hace con naturalidad, haciendo verosímil cada uno de sus personajes. Todos sus compañeros la quieren: por su profesionalidad, su cercanía, porque facilita las cosas en el set de rodaje. Y les sucede otro tanto a los finalistas en las categorías de mejor actor y actriz, artistas que han sabido expandir las luces y sombras de las sensibilidades de hombres y mujeres para reflejar el milagro que representa la humanidad.
Como si fueran diez mandamientos, comentamos una decena de películas atractivas que nos llegarán este año. No vamos a hablar de las nuevas películas de Alberto Rodríguez, David Trueba, Jaime Rosales o Alejandro Amenábar, que tenemos muchas ganas de ver, pero que ya han salido en otras listas, sino que ponemos la atención en esos otros cineastas con una carrera más corta o que acaban de comenzar. Hemos dicho "como si fueran diez mandamientos", aunque no creemos en nada, solo en el cine, en la música y en los libros. Anoten: La furia, de Gemma Blasco; Lo que queda de ti, de Gala Gracia; Sorda, de Eva Libertad; Los tortuga, de Belén Funes; Harta, de Julia de Paz; Todo lo que no sé, de Ana Lambari; La deuda, de Daniel Guzmán; El cielo de los animales, de Santi Amodeo; Una quinta portuguesa, de Avelina Prat, y Tierra de nadie, por Albert Pintó.
Leí en distintos medios de comunicación que David Lynch había muerto. Probablemente sea cierto, pero también lo es que el genio existe, sigue aquí, entre nosotros. Nunca se irá ni nos abandonará, porque su mirada siempre asombrosa no desaparece en cada espectador que se acerca a su filmografía. La vida de cualquier persona se caracteriza por la incertidumbre, y esa inquietud, ese desasosiego es el que define su cine desde Cabeza borradora. Las imágenes de Lynch se mueven por los puntos suspensivos, por esa zona inefable, por lo que apenas se dice y a veces hasta cuesta asimilar, aunque en apariencia sea común. En una sociedad que tiende a gritar, su cine es un susurro inquietante que nos lleva a otro estado, a otro sitio más revelador, más oscuro, donde la extrañeza nos termina por definir.
Los criterios de crítica y público suelen ir por derroteros diferentes, como si fueran entes de planetas distintos. Las películas de Santiago Segura, por ejemplo, funcionan en taquilla pero no suelen ser valoradas por la crítica, cuando son un ejemplo de cómo se pueden mostrar, a través de lo popular y sin discursos, las diferencias entre hombres y mujeres, sus miedos, soledades, rutinas, mentiras y máscaras que nos ponemos como personas. El mejor indicio de un cine saludable es que sea heterogéneo, que huya de cualquier homogeneización. Tal vez este sea el verdadero propósito (o el punto de conexión) tanto de crítica como de público. el mejor síntoma posible. El abrazo para pensar y disfrutar de manera diferente del amor del cine.
2024 ha sido en líneas generales un buen año para el audiovisual español, con películas como Segundo premio, Los destellos, La estrella azul o La casa; y series extraordinarias como Querer, Celeste o Los años nuevos. Aunque esto no impide que el sector sea precario, como casi todo lo cultural en este país. Se habla mucho de la calidad de la cultura española, pero la realidad es que no se valora lo suficiente, porque los escritores, cineastas, actores, actrices, músicos, etcétera aportan a la vida esos valores intangibles que van más allá del dinero que en muchas ocasiones ellos mismos no tienen. La profesión de actor/actriz es una de las más complicadas que existen y no está al alcance de cualquiera: exige aportar mucho de tu energía vital, renunciar a cosas elementales. Quizás el deseo para el 2025 sea que disfrutemos aún más del cine español en las salas de cine, que retomemos un acto tan social que, además, nos acerca hasta allí donde mejor se ve y se disfruta cualquier película.
Con este artículo de hoy hemos alcanzado, después de más de dos años (en concreto, 830 días), las cien entregas. Durante este tiempo hemos recorrido sin prejuicios muchos temas y figuras de nuestro cine. Son artículos que han querido acercarnos a ellos de otra forma, y de paso descubrir cosas de nosotros mismos. Y que siempre han contado con esos dibujos de Luis Frutos que los complementa e incluso revelan más que las frases que componen el artículo, porque representan algo semejante al abrazo de un ser querido. Como si hubiéramos superado los primeros cien días de gobierno, esa especie de camino de aprendizaje, a partir de ahora procede afrontar nuevos retos y desafíos. No dejen de acompañarnos, porque después de estos cien números estamos vivos. Más vivos que nunca. Hemos vuelto a nacer. Comenzamos en la casilla de partida. Gracias. Os esperamos…
El método de trabajo de Manolo Solo, hasta cuando hace los contraplanos, es darlo todo, estar dentro del personaje, con una honestidad por lo que hace nada frecuente. Lo suyo es natural, orgánico: un modo de dejarse la piel y la mente. Como me comentaba Santi Amodeo al teléfono, trabajar con él siempre suma y aporta; es un actorazo que no se parece a nadie. O Rafa Cobos, que me confiesa el nivel de cultura y formación para ir más allá y alcanzar un estado profundo en los seres que pone en liza. Manolo es un actor luminoso, que mejora con su búsqueda los personajes a los que insufla vida. Porque lo suyo no es simplemente registrar los sentimientos; es hacer que nos lleguen de un modo único, inolvidable, con toda la fuerza de la naturaleza.
Donde la mayoría no vería nada, Diego San José no solo ve, sino que mira como si su visión tuviera rayos X para radiografiar parte del clima y la marcha socio-política-económica de nuestro país, como hizo en Vota Juan o en las películas que escribió, empezando por 8 apellidos vascos. Su manera única de observar nuestra realidad regresa ahora con Celeste (Movistar Plus+), que parte de un tema poco tratado en la ficción audiovisual, pero común en nuestra sociedad planetaria: la evasión de impuestos o el fraude fiscal. Lo hace desde la perspectiva de una inspectora de Hacienda, una soberbia Carmen Machi, que está a punto de jubilarse, pero a la que le encargan un último caso. Es una mujer en el final de su vida laboral, una mujer que se pregunta sobre sí misma a través de los otros, una mujer que nos representa y también nos repele, una mujer que es un país y no es nada. Una mujer llena de dolor y de una ternura encubierta en la única certeza que conoce, su trabajo.
En España levantar un proyecto cinematográfico no es fácil. Le cuesta tanto a cineastas veteranos como noveles, e incluso a actores o actrices con una amplia carrera, porque transitar cualquier expresión artística en este país es casi con seguridad un trayecto precario. Y, sin embargo, es un acto de generosidad para los espectadores que nos alivia la vida. Viene esta reflexión a cuento de la confluencia en las carteleras de tres películas que señalan fronteras o alternativas diferentes en la representación de las realidades que aborda: El llanto, de Pedro Martín-Calero; Rita, de Paz Vega; y El 47, de Marcel Barrena. Son tres propuestas con paradigmas disidentes que ponen en duda cuestiones de un mundo frágil. Tres títulos que buscan su lugar para dialogar con cada espectador que se acerque a ellas. Entre una mirada que no renuncia a la autoría y el denominado "cine comercial", reflejan un cine que cuestiona sistemas y lucha por la vida.
"¿No estarás escribiendo una novela sobre la guerra civil española?", me preguntó hace unos días un novelista latinoamericano. Ante mi sorpresa, me confesó su sensación de que aquella absurda conflagración se había convertido en un tópico que soportaba cualquier género. Y, también, que situar en ella directa o tangencialmente una historia siempre funcionaba. Todo ello hizo que me vinieran a la cabeza Soldados de Salamina, de Javier Cercas; El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas; Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez; La voz dormida, de Dulce Chacón, o Trece rosas rojas, de Carlos López Fonseca. Todas estas visiones son un recuerdo de que seguimos dentro de la peor de las violencias. Nos sumergimos en ellas para comprender la humanidad y no ser salvajes. Pero los escritores y cineastas están para contar lo que nadie quiere oír. Y quizás esa sea la razón de la mirada hacia nuestro pasado, porque otros hacen un uso partidista de él con intereses particulares.
Aún recuerdo la tarde que vimos para el Festival de Málaga por primera vez Cinco lobitos, la ópera prima de Alauda Ruiz de Azúa. Es una historia sobre la intimidad de las mujeres, sobre lo que los hijos heredan de los padres y otros tantos temas que conforman lo que somos o cómo vives. La cineasta se pregunta cuánto tiene la familia de refugio y cuánto de presidio. ¿Cómo vives? es la pregunta que acaba convirtiéndose en eje de su cine. Aun siendo de encargo, su segundo filme, Eres tú, refrenda esa capacidad de Alauda Ruiz de Azúa para atrapar los detalles y narrar sus historias con estilo, hondura y sentimiento. Y así llegamos a la serie Querer (Movistar Plus+), una ficción que indaga en el sistema tradicional de familia para escarbar en las violencias (no solo la sexual, ojo) y la generación/construcción del miedo en las personas que supuestamente nos quieren.