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Leí en distintos medios de comunicación que David Lynch había muerto. Probablemente sea cierto, pero también lo es que el genio existe, sigue aquí, entre nosotros. Nunca se irá ni nos abandonará, porque su mirada siempre asombrosa no desaparece en cada espectador que se acerca a su filmografía. La vida de cualquier persona se caracteriza por la incertidumbre, y esa inquietud, ese desasosiego es el que define su cine desde Cabeza borradora. Las imágenes de Lynch se mueven por los puntos suspensivos, por esa zona inefable, por lo que apenas se dice y a veces hasta cuesta asimilar, aunque en apariencia sea común. En una sociedad que tiende a gritar, su cine es un susurro inquietante que nos lleva a otro estado, a otro sitio más revelador, más oscuro, donde la extrañeza nos termina por definir.

Los criterios de crítica y público suelen ir por derroteros diferentes, como si fueran entes de planetas distintos. Las películas de Santiago Segura, por ejemplo, funcionan en taquilla pero no suelen ser valoradas por la crítica, cuando son un ejemplo de cómo se pueden mostrar, a través de lo popular y sin discursos, las diferencias entre hombres y mujeres, sus miedos, soledades, rutinas, mentiras y máscaras que nos ponemos como personas. El mejor indicio de un cine saludable es que sea heterogéneo, que huya de cualquier homogeneización. Tal vez este sea el verdadero propósito (o el punto de conexión) tanto de crítica como de público. el mejor síntoma posible. El abrazo para pensar y disfrutar de manera diferente del amor del cine.

2024 ha sido en líneas generales un buen año para el audiovisual español, con películas como Segundo premio, Los destellos, La estrella azul o La casa; y series extraordinarias como Querer, Celeste o Los años nuevos. Aunque esto no impide que el sector sea precario, como casi todo lo cultural en este país. Se habla mucho de la calidad de la cultura española, pero la realidad es que no se valora lo suficiente, porque los escritores, cineastas, actores, actrices, músicos, etcétera aportan a la vida esos valores intangibles que van más allá del dinero que en muchas ocasiones ellos mismos no tienen. La profesión de actor/actriz es una de las más complicadas que existen y no está al alcance de cualquiera: exige aportar mucho de tu energía vital, renunciar a cosas elementales. Quizás el deseo para el 2025 sea que disfrutemos aún más del cine español en las salas de cine, que retomemos un acto tan social que, además, nos acerca hasta allí donde mejor se ve y se disfruta cualquier película.

Con este artículo de hoy hemos alcanzado, después de más de dos años (en concreto, 830 días), las cien entregas. Durante este tiempo hemos recorrido sin prejuicios muchos temas y figuras de nuestro cine. Son artículos que han querido acercarnos a ellos de otra forma, y de paso descubrir cosas de nosotros mismos. Y que siempre han contado con esos dibujos de Luis Frutos que los complementa e incluso revelan más que las frases que componen el artículo, porque representan algo semejante al abrazo de un ser querido. Como si hubiéramos superado los primeros cien días de gobierno, esa especie de camino de aprendizaje, a partir de ahora procede afrontar nuevos retos y desafíos. No dejen de acompañarnos, porque después de estos cien números estamos vivos. Más vivos que nunca. Hemos vuelto a nacer. Comenzamos en la casilla de partida. Gracias. Os esperamos…

El método de trabajo de Manolo Solo, hasta cuando hace los contraplanos, es darlo todo, estar dentro del personaje, con una honestidad por lo que hace nada frecuente. Lo suyo es natural, orgánico: un modo de dejarse la piel y la mente. Como me comentaba Santi Amodeo al teléfono, trabajar con él siempre suma y aporta; es un actorazo que no se parece a nadie. O Rafa Cobos, que me confiesa el nivel de cultura y formación para ir más allá y alcanzar un estado profundo en los seres que pone en liza. Manolo es un actor luminoso, que mejora con su búsqueda los personajes a los que insufla vida. Porque lo suyo no es simplemente registrar los sentimientos; es hacer que nos lleguen de un modo único, inolvidable, con toda la fuerza de la naturaleza.

Donde la mayoría no vería nada, Diego San José no solo ve, sino que mira como si su visión tuviera rayos X para radiografiar parte del clima y la marcha socio-política-económica de nuestro país, como hizo en Vota Juan o en las películas que escribió, empezando por 8 apellidos vascos. Su manera única de observar nuestra realidad regresa ahora con Celeste (Movistar Plus+), que parte de un tema poco tratado en la ficción audiovisual, pero común en nuestra sociedad planetaria: la evasión de impuestos o el fraude fiscal. Lo hace desde la perspectiva de una inspectora de Hacienda, una soberbia Carmen Machi, que está a punto de jubilarse, pero a la que le encargan un último caso. Es una mujer en el final de su vida laboral, una mujer que se pregunta sobre sí misma a través de los otros, una mujer que nos representa y también nos repele, una mujer que es un país y no es nada. Una mujer llena de dolor y de una ternura encubierta en la única certeza que conoce, su trabajo.

En España levantar un proyecto cinematográfico no es fácil. Le cuesta tanto a cineastas veteranos como noveles, e incluso a actores o actrices con una amplia carrera, porque transitar cualquier expresión artística en este país es casi con seguridad un trayecto precario. Y, sin embargo, es un acto de generosidad para los espectadores que nos alivia la vida. Viene esta reflexión a cuento de la confluencia en las carteleras de tres películas que señalan fronteras o alternativas diferentes en la representación de las realidades que aborda: El llanto, de Pedro Martín-Calero; Rita, de Paz Vega; y El 47, de Marcel Barrena. Son tres propuestas con paradigmas disidentes que ponen en duda cuestiones de un mundo frágil. Tres títulos que buscan su lugar para dialogar con cada espectador que se acerque a ellas. Entre una mirada que no renuncia a la autoría y el denominado "cine comercial", reflejan un cine que cuestiona sistemas y lucha por la vida.

"¿No estarás escribiendo una novela sobre la guerra civil española?", me preguntó hace unos días un novelista latinoamericano. Ante mi sorpresa, me confesó su sensación de que aquella absurda conflagración se había convertido en un tópico que soportaba cualquier género. Y, también, que situar en ella directa o tangencialmente una historia siempre funcionaba. Todo ello hizo que me vinieran a la cabeza Soldados de Salamina, de Javier Cercas; El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas; Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez; La voz dormida, de Dulce Chacón, o Trece rosas rojas, de Carlos López Fonseca. Todas estas visiones son un recuerdo de que seguimos dentro de la peor de las violencias. Nos sumergimos en ellas para comprender la humanidad y no ser salvajes. Pero los escritores y cineastas están para contar lo que nadie quiere oír. Y quizás esa sea la razón de la mirada hacia nuestro pasado, porque otros hacen un uso partidista de él con intereses particulares.

 

Aún recuerdo la tarde que vimos para el Festival de Málaga por primera vez Cinco lobitos, la ópera prima de Alauda Ruiz de Azúa. Es una historia sobre la intimidad de las mujeres, sobre lo que los hijos heredan de los padres y otros tantos temas que conforman lo que somos o cómo vives. La cineasta se pregunta cuánto tiene la familia de refugio y cuánto de presidio. ¿Cómo vives? es la pregunta que acaba convirtiéndose en eje de su cine. Aun siendo de encargo, su segundo filme, Eres tú, refrenda esa capacidad de Alauda Ruiz de Azúa para atrapar los detalles y narrar sus historias con estilo, hondura y sentimiento. Y así llegamos a la serie Querer (Movistar Plus+), una ficción que indaga en el sistema tradicional de familia para escarbar en las violencias (no solo la sexual, ojo) y la generación/construcción del miedo en las personas que supuestamente nos quieren.

La víspera de Todos los Santos o Halloween es una fiesta de origen irlandés y no estadounidense, como se piensa. Y aunque hay voces discordantes con esta fiesta pagana, yo adoro esta celebración del terror en la que el miedo vuelve a ser la primera emoción. En estas fechas siempre me acuerdo de los años ochenta, cuando era un niño y las películas de terror me llegaban como flechas disparadas por Robin Hood. Todas daban en el corazón. Daba lo mismo si eran buenas o malas. Más allá de lo pintoresco y de la celebración en sí –los disfraces, los caramelos, quedar para ver una película de terror–, el miedo escarba en la incertidumbre de lo real. El terror lee mejor que otro género los traumas políticos y sociales de las personas para radiografiar lo íntimo desde el espacio sobrenatural o fantástico. Aquellas películas que vi de niño continúan resonando en su faceta de explicar aquella parte de un joven que se enfrenta a obstáculos desconocidos.

En la última maravilla irónica escrita por Manuel Vilas, El mejor libro del mundo, se puede leer: “El destino de los escritores españoles es el olvido profundo, del que solo se han salvado dos en quinientos años de soledad: Cervantes y Lorca". Y la cita me ha hecho recordar los tiempos en que recorría los videoclubes cuando viajaba al extranjero para ver qué cine español se podía alquilar. Los dos directores que uno encontraba con cierta asiduidad eran Pedro Almodóvar y Jess Franco. En París también encontré Luis Buñuel. Y de tanto en tanto, alguna película de Julio Medem, de Alejandro Amenábar y Fernando Trueba. Pero la pregunta hoy es otra: ¿qué pasa aquí con las películas que se alejan de la producción industrial? Sucede con la última peli de David Trueba, la estupenda El hombre bueno, que ni ha llegado a las salas. Y eso que, al modo de Rohmer, Trueba juega con la plenitud de la vida, con sus dosis de humor y dolor, reflejando con simpleza las cosas profundas que de verdad importan.

Exponerse no es sencillo. La actuación es un oficio apasionante, pero arriesgado, no solo por la inestabilidad evidente, sobre todo por la complejidad de dejarse la piel y la sangre en personajes que se cuelan dentro de las vidas de los artistas, con los que deben convivir sean positivos o negativos, te abran en canal o te cierren en un agujero oscuro. Dos ejemplos de nuestra inagotable cantera de jóvenes actores y actrices son los recientes Premios ACTÚA de la Fundación AISGE a Laia Manzanares y Patrick Criado. Pero hay más, como Marina Guerola en Los destellos o Mireia Oriol en Soy Nevenka. Y podríamos sumar los nombres de Mariana Salas, Ester Espósito, Georgina Amorós, Laura Galán, Carla Quílez, Iván Pellicer, Daniel Ibáñez, Manel Llunell o Christian Checa, entre otros muchos. Caras que combinan una multitud de sensibilidades distintas y que derrochan tal presencia que se hacen notar en las películas en las que participan

Los festivales de cine son paraísos para las películas. Con independencia del título que se programe, el público en muchos casos asiste con curiosidad de descubrir. E igual que no comparto eso de que el cine se está convirtiendo en una experiencia de nicho, tampoco creo, como escucho de tanto en tanto, que el cine y las plataformas sean enemigas. Al contrario, se complementan, y en ocasiones las plataformas dan una segunda vida a esos filmes que pasaron como si nosotros camináramos por el desierto. Eso le ha pasado a Calladita, de Miguel Faus, la historia de una joven que acaba de llegar de Colombia y trabaja de sol a sol, sin contrato, bajo la falsa promesa de conseguir condiciones dignas al final del verano "si es discreta y calladita", como le repite Ariadna Gil, su empleadora. Una historia que describe a un personaje enfrentado a un trabajo monótono y a una realidad injusta en la que las promesas son agua.

Hago listas para todo. Pero no listas de lo mejor o lo peor que he visto o leído. Eso no lo hago. Me refiero a que hago listas con los libros que he leído y con los que quiero leer, con las películas y las series que quiero ver y las que he visto. cada año aumenta la lista de las cosas que quiero volver a visionar. Y, sin embargo, entre tanta novedad, el acto de volver a disfrutar lo que vi en el pasado se esfuma, como si el tiempo ya no pudiera estirarse como se estiraba antes. Mis listas son en papel, escritas a lápiz, una acción artesanal. Paso las listas y las compruebo y voy de una a otra. Borro y cambio, como si fuera un entrenador que piensa qué equipo sacar al campo. En verano me hice dos para volver a ver la filmografía de los cineastas Nicholas Ray y José Antonio Nieves Conde. Tal vez hacerlas sea solo un ensayo general para no volverse loco y mantenerse en el límite de la cordura.

Siento mucho escribir esto, pero me parece que vivimos en una sociedad cada vez menos tolerante. Quizás también más herida por la enemistad. Una persona tiene una opinión, otra persona tiene la contraria... y suele saltar la gresca. Y si encima crea una obra incómoda, pero bella y maravillosa, como en el caso de Pedro Almodóvar, la cosa se complica. El manchego obtuvo el León de Oro en Venecia con su última película, La habitación de al lado, y a propósito de esa cinta viene todo esto de la enemistad y las opiniones en esta sociedad nuestra que arde con demasiada rapidez. Almodóvar habla en sus últimas películas de la muerte para bucear en la vida, para agarrarla de alguna manera. Y demuestra que el arte, sea el que sea, es un esfuerzo permanente por ir más allá de lo evidente; ir más allá de la comodidad; y no renunciar al dolor, porque el dolor cuenta y nos revela.

Se me ocurrió hacer un juego entre personas de distintas edades que no habían visto ninguna de las tres películas que optan a la carrera de los Óscar (Marco, Segundo premio y La estrella azul), pero a las que les leía las sinopsis de cada una y, en función de esa lectura, debían elegir. Los chicos y chicas jóvenes se decantaron sin dudarlo por el filme de Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez; para bien o para mal, conocían a Los Planetas y algunos incluso sabían que Segundo premio se había impuesto en el Festival de Málaga. Los más mayores tardaron en decidirse y comentaban que la historia de Enric Marco entroncaba con cierta personalidad española. Pero los tres largos comparten que cualquier persona crece mediante lo misterioso, mediante la búsqueda y configuración de algo distinto. Y que, como humanos, luchamos contra el tiempo en cada una de sus variantes.

Regresamos con el propósito de navegar por la realidad audiovisual al margen de corrientes, buscando siempre que sea posible la perplejidad que nos ofrecen las ficciones y la vida en toda su extrañeza. Durante el verano he visto más de 50 películas que se estrenarán el próximo año, y algunas coinciden con un retrato enojoso, digamos, del presente. ¿Está buscando inspiración la ficción audiovisual española en la realidad más cotidiana? ¿Indaga en la realidad desde la incomodidad y con un objetivo perturbador? Es todo un reto para nuestros creadores de cine y series: mirar lo que nos sucede con asombro para reflejar las perturbaciones que nos saquen de la zona de confort.

Nunca me han gustado las despedidas. Le embarga a uno cierta tristeza, como que se acaba algo y se desconoce si el regreso volverá a tener el mismo impacto emocional. Pero hoy cerramos Voz en On, aunque sea solo por la temporada estival para recobrar fuerzas. Siempre que he tenido dudas de si alguien estaba al otro lado, recibía un mensaje de algún actor o actriz que le había dedicado su tiempo a la lectura. De Luis Tosar a Laia Costa, de Dani Guzmán a Javier Pereira. Y esto es un reflejo de su generosidad y empatía, la constatación de ser una creación en comunidad. Yo seguiré trasladando la fascinación por un arte que nos acompaña en lo personal y sentimental hasta el sótano del subconsciente.

Todos los éxitos deportivos de este mes (Alcaraz, la Eurocopa, el preolímpico de baloncesto) podrían inspirar buenas películas porque tienen materia prima e ingredientes para conformar ficciones o documentales atractivos. El deporte es una metáfora de casi cualquier vida, por tópico que suene; ya se sabe que los tópicos suelen ser verdad. Y ya hay muy buenos títulos con argumentos deportivos en nuestra filmografía, desde la reciente 42 segundos a Días de fútbol, El penalti más largo del mundo, El fenómeno (aquella en que al profesor Fernán Gómez confunden con un futbolista) o, claro, Campeones. Todas son películas de ida y vuelta, entretenimientos que usan un deporte como metáfora para narrar otros temas universales. Quizás, eso sí, falta esa ficción definitiva que se adentre de verdad en un deporte o en un deportista para reflejar la gama de emociones que traslada la práctica de cualquiera de ellos.

Como espectadores jamás ha habido tal oferta de series. Pero, y es una simple sensación que me llevo preguntando hace un tiempo, ¿antes el enganche por las series era mayor y se hablaba más de ellas? No tengo respuestas, pero sí sé del enorme talento que tenemos aquí, trabajando a toda máquina porque los espectadores siguen ávidos de ficción española; por algo la vemos liderando las opacas audiencias de las plataformas. De los muchos títulos recientes quiero detenerme en cuatro: El caso Asunta (que juega en esa línea de fuerza entre la realidad y la ficción para que la maquinaria funcione y las piezas encajen), Nos vemos en la otra vida (sobre el libro de Manuel Jabois en torno al 11-M), Las largas sombras (una indagación en el pasado y la culpa a través de la relación de cuatro amigas a las que dan vida Elena Anaya, Belén Cuesta, Marta Etura e Irene Escolar) y Marbella, recrea las mafias que operan en la Costa del Sol a través de un abogado sin principios al que da vida Hugo Silva. Y quedan las series del catálogo: ¿Qué fue de Jorge Sanz?, La peste, Mira lo que has hecho...

Los veranos cambian con la edad. No todos los estíos son iguales, aunque cuando uno es joven el verano es el verano que uno recuerda (o al menos tiende a recordar con más intensidad), el que vivió y el que soñó y, claro, el que visionó en los cines y en la televisión del hogar. Cuando era un chavea imaginaba que me quedaba atrapado en las películas que veía en verano. Uno sentía que el cine y el verano eran amantes. Eran años en los que uno imaginaba confundir la película y la vida, o al menos reemplazar una y la otra. Igual que lo consiguen esas películas que uno vio de niño, la capacidad de fijar en la memoria esos veranos que parecían interminables. No olvidarlos. Almacenarlos para cuando empiecen a desaparecer. Quizás no hay una forma mejor de dar la bienvenida al verano que con la música de los Beatles o de Shane MacGowan, mientras decidimos qué película de o con verano volver a visitar, de Las vacaciones de Mr. Hulot, de Jacques Tati, a Verano del 42, de Robert Mulligan; de Adventureland, de Greg Mottola a Antes del amanecer, de Richard Linklater.

A veces uno entra al otro lado del espejo que mostrase Lewis Carroll. Se suspende el espacio y el tiempo que conoce para caer del lado de esa ficción que lo atrapa, pues es tal el nivel creativo y de extrañeza de una película de Luis Buñuel o Abbas Kiarostami, por nombrar dos cineastas diferentes, que esa frontera entre la ficción y lo real desaparece. Entra entonces en otro lugar, entre el mundo y él mismo. Otro sitio revelador. Buscamos la explicación que nos tranquilice, pero ¿acaso no es mejor traspasar el espejo y dejarse llevar por el otro yo en el sueño, la fantasía y la sensación de lo maravilloso? Ser todos los yoes que nos arrebaten, de una película de Fernando Fernán Gómez a una de Louis Malle, de una de Arthur Penn a otra de Isabel Coixet… Correr sin tiempo y espacio más allá del espejo donde de verdad nos encontremos a nosotros y a los demás.

Leer a Juan Manuel Gil es un gozo perpetuo. De él me gustaría leer hasta la lista de la compra, porque la visión y su voz siempre deslumbra. “Todos construimos una vida, que no es otra cosa que un relato”, suelta el narrador de Un hombre bajo el agua, una historia que te sumerge en una lectura feliz, construida con la perspicacia y la maestría habitual del autor, en la que lo dramático y cierto humor –paródico a veces, otras negro, otras más profundo, nos revela como individuos. "La singularidad de la literatura me aporta una plenitud que no encuentro en ningún otro lugar", argumenta el novelista almeriense, que ha escogido los largos del cine español que más le han influido en lo sentimental y en los personal: Barrio, Mi vida sin mí, Intacto, Los amantes del círculo polar o El autor, su máxima debilidad en la filmografía de Martín Cuenca.

He soñado que mi mente se partía en diversas pantallas. Uno se considera libre, cree que está eligiendo, que dispone de eso llamado tiempo. Digo que lo he soñado, pero ¿y si es una certeza, y el sueño es la experiencia real que tenemos con el móvil, la tableta, Alexa y demás pantallas y dispositivos? Alteraciones del sueño, vibraciones fantasmas, las enormes fluctuaciones emocionales que generan ansiedad, el tiempo inexistente o su anulación, el síndrome FOMO (ese miedo a estar perdiéndose algo)… No hay zombies ni vampiros, porque los vampiros se han digitalizado y los zombies están despiertos en ese efecto multipantalla.

Hay que aplaudir la distinción a la productora María Zamora con el Premio Nacional de Cinematografía. Y es que sus películas (Verano 1993, Alcarràs, Creatura, Matria...) se caracterizan por buscar la exploración con estilos únicos y particulares. Ayudan a comprender un entorno cambiante y su proceso creativo se configura como un camino orgánico de lo que se quiere contar. Zamora hace cine para entendernos mejor, para comprender este mundo que en demasiadas ocasiones se torna inhóspito. Asume desafíos y riesgos para no caer en la uniformidad y abrirnos nuevas posibilidades, nuevas miradas, aun pese a lo precario que es apostar y hacer cine independiente. De ahí que esperemos con alegría sus nuevas producciones: Las madres no, de Mar Coll, y La mitad de Ana, de Marta Nieto.