Todos los éxitos deportivos de este mes (Alcaraz, la Eurocopa, el preolímpico de baloncesto) podrían inspirar buenas películas porque tienen materia prima e ingredientes para conformar ficciones o documentales atractivos. El deporte es una metáfora de casi cualquier vida, por tópico que suene; ya se sabe que los tópicos suelen ser verdad. Y ya hay muy buenos títulos con argumentos deportivos en nuestra filmografía, desde la reciente 42 segundos a Días de fútbol, El penalti más largo del mundo, El fenómeno (aquella en que al profesor Fernán Gómez confunden con un futbolista) o, claro, Campeones. Todas son películas de ida y vuelta, entretenimientos que usan un deporte como metáfora para narrar otros temas universales. Quizás, eso sí, falta esa ficción definitiva que se adentre de verdad en un deporte o en un deportista para reflejar la gama de emociones que traslada la práctica de cualquiera de ellos.
Como espectadores jamás ha habido tal oferta de series. Pero, y es una simple sensación que me llevo preguntando hace un tiempo, ¿antes el enganche por las series era mayor y se hablaba más de ellas? No tengo respuestas, pero sí sé del enorme talento que tenemos aquí, trabajando a toda máquina porque los espectadores siguen ávidos de ficción española; por algo la vemos liderando las opacas audiencias de las plataformas. De los muchos títulos recientes quiero detenerme en cuatro: El caso Asunta (que juega en esa línea de fuerza entre la realidad y la ficción para que la maquinaria funcione y las piezas encajen), Nos vemos en la otra vida (sobre el libro de Manuel Jabois en torno al 11-M), Las largas sombras (una indagación en el pasado y la culpa a través de la relación de cuatro amigas a las que dan vida Elena Anaya, Belén Cuesta, Marta Etura e Irene Escolar) y Marbella, recrea las mafias que operan en la Costa del Sol a través de un abogado sin principios al que da vida Hugo Silva. Y quedan las series del catálogo: ¿Qué fue de Jorge Sanz?, La peste, Mira lo que has hecho...
Los veranos cambian con la edad. No todos los estíos son iguales, aunque cuando uno es joven el verano es el verano que uno recuerda (o al menos tiende a recordar con más intensidad), el que vivió y el que soñó y, claro, el que visionó en los cines y en la televisión del hogar. Cuando era un chavea imaginaba que me quedaba atrapado en las películas que veía en verano. Uno sentía que el cine y el verano eran amantes. Eran años en los que uno imaginaba confundir la película y la vida, o al menos reemplazar una y la otra. Igual que lo consiguen esas películas que uno vio de niño, la capacidad de fijar en la memoria esos veranos que parecían interminables. No olvidarlos. Almacenarlos para cuando empiecen a desaparecer. Quizás no hay una forma mejor de dar la bienvenida al verano que con la música de los Beatles o de Shane MacGowan, mientras decidimos qué película de o con verano volver a visitar, de Las vacaciones de Mr. Hulot, de Jacques Tati, a Verano del 42, de Robert Mulligan; de Adventureland, de Greg Mottola a Antes del amanecer, de Richard Linklater.
A veces uno entra al otro lado del espejo que mostrase Lewis Carroll. Se suspende el espacio y el tiempo que conoce para caer del lado de esa ficción que lo atrapa, pues es tal el nivel creativo y de extrañeza de una película de Luis Buñuel o Abbas Kiarostami, por nombrar dos cineastas diferentes, que esa frontera entre la ficción y lo real desaparece. Entra entonces en otro lugar, entre el mundo y él mismo. Otro sitio revelador. Buscamos la explicación que nos tranquilice, pero ¿acaso no es mejor traspasar el espejo y dejarse llevar por el otro yo en el sueño, la fantasía y la sensación de lo maravilloso? Ser todos los yoes que nos arrebaten, de una película de Fernando Fernán Gómez a una de Louis Malle, de una de Arthur Penn a otra de Isabel Coixet… Correr sin tiempo y espacio más allá del espejo donde de verdad nos encontremos a nosotros y a los demás.
Leer a Juan Manuel Gil es un gozo perpetuo. De él me gustaría leer hasta la lista de la compra, porque la visión y su voz siempre deslumbra. “Todos construimos una vida, que no es otra cosa que un relato”, suelta el narrador de Un hombre bajo el agua, una historia que te sumerge en una lectura feliz, construida con la perspicacia y la maestría habitual del autor, en la que lo dramático y cierto humor –paródico a veces, otras negro, otras más profundo, nos revela como individuos. "La singularidad de la literatura me aporta una plenitud que no encuentro en ningún otro lugar", argumenta el novelista almeriense, que ha escogido los largos del cine español que más le han influido en lo sentimental y en los personal: Barrio, Mi vida sin mí, Intacto, Los amantes del círculo polar o El autor, su máxima debilidad en la filmografía de Martín Cuenca.
He soñado que mi mente se partía en diversas pantallas. Uno se considera libre, cree que está eligiendo, que dispone de eso llamado tiempo. Digo que lo he soñado, pero ¿y si es una certeza, y el sueño es la experiencia real que tenemos con el móvil, la tableta, Alexa y demás pantallas y dispositivos? Alteraciones del sueño, vibraciones fantasmas, las enormes fluctuaciones emocionales que generan ansiedad, el tiempo inexistente o su anulación, el síndrome FOMO (ese miedo a estar perdiéndose algo)… No hay zombies ni vampiros, porque los vampiros se han digitalizado y los zombies están despiertos en ese efecto multipantalla.
Hay que aplaudir la distinción a la productora María Zamora con el Premio Nacional de Cinematografía. Y es que sus películas (Verano 1993, Alcarràs, Creatura, Matria...) se caracterizan por buscar la exploración con estilos únicos y particulares. Ayudan a comprender un entorno cambiante y su proceso creativo se configura como un camino orgánico de lo que se quiere contar. Zamora hace cine para entendernos mejor, para comprender este mundo que en demasiadas ocasiones se torna inhóspito. Asume desafíos y riesgos para no caer en la uniformidad y abrirnos nuevas posibilidades, nuevas miradas, aun pese a lo precario que es apostar y hacer cine independiente. De ahí que esperemos con alegría sus nuevas producciones: Las madres no, de Mar Coll, y La mitad de Ana, de Marta Nieto.
Robot dreams es una película honda y emotiva que conecta con niños y adultos, que los coloca en el mismo espejo. Después de ver esta maravilla me puse a pensar en el cine de Pablo Berger, un hombre capaz de fijar poderosas imágenes en nuestra retina, un explorador incesante de esas formas y de unos límites que acabará derrumbando. El cine de Pablo Berger (Torremolinos 73, Blancanieves, Abracadabra) se apoya en su potencia visual a través de un lenguaje rico que apuesta por la extrañeza. Es un cineasta determinado a elaborar películas con muchas capas, un director que aspira a la humanidad, a la naturaleza esencial de la vida.
Hace unas semanas Elena Anaya recibió el Premio Ciudad de Melilla y refrendamos una naturalidad que dice mucho de su empatía y sus capacidades para arrojar luz sobre el mundo. Anaya demuestra en cada uno de sus personajes convicción y la certeza de la duda. De esa combinación logra que los espectadores se emocionen con sus creaciones. Pero por encima de todo está su posición humana, su sentido con los demás, en una sociedad que se nos refleja poco bondadosa. Por ese motivo, más que por ningún otro, hay que aplaudirla, y, también, claro, porque siga encarnando nuestros sueños y desvelos durante muchos años más; que siga fascinándonos con su talento y resistiéndose a ser encasillada.
Empezó grabando en VHS con su hermana las películas de Qué grande es el cine y luego se pasó a los videoclubes, hasta uno organizado por él. Miqui Otero acaba de entregar Orquesta, una novela inolvidable escrita con precisión y elegancia, en la que compone una atmósfera única para hablar de la infancia, juventud y madurez mientras suenan las frustraciones y sueños de cualquier vida. “Mi literatura, como la de la gran mayoría de los que escribimos ahora, está contaminadísima del lenguaje del cine", asume. Y aquí desgrana sus filias cinéfilas: El extraño viaje, de Fernán Gómez: 1, 2, 3, al escondite inglés, de Iván Zulueta; todo Buñuel (con mención especial a El fantasma de la libertad) y su curiosa fijación por emparentar pelis en apariencia muy distintas: por ejemplo, Laberinto de pasiones, de Pedro Almodóvar, con Los tarantos, de Francisco Rovira-Veleta.
Uno de los platos fuertes de la 16 Semana de cine de Melilla fue la mesa redonda que reunió a Paula Echevarría, Ana Álvarez, Ana Fernández y Alex Monner, moderada por Luis Alegre. Porque el suyo es un oficio muy relevante para favorecer una existencia más plácida, aunque ni siquiera seamos consciente de ello ni tengamos la generosidad de otorgar a los actores y actrices el mérito que merecen en nuestras vidas. Hay personajes de ficción que pasan a formar parte de nosotros, pero apenas llegamos a atisbar la persona que se queda detrás, la que da su sangre y sudor por esa ficción auténtica que potencia nuestra realidad y que creemos o consideramos que nos pertenece.
Con frecuencia el público apenas otorga relevancia a nuestros actores y actrices, como si su trabajo estuviera al alcance de cualquiera. Pero lo que ha logrado Penélope Cruz –ahora que celebramos su 50 cumpleaños– no es sencillo, por sus logros y por mantenerse fiel a sus orígenes. El mundo parece cada vez más una planta carnívora; la sociedad tiende a comportamientos cercanos a Hannibal Lecter. He visto conductas conmovedoras del público con los actores y actrices, pero también otras irrespetuosas que hielan la sangre. Y eso entronca con lo de Alpedrete y la supresión de los nombres de Paco y Asunción de sus calles. Se desenmascara un modo de ser que nos empobrece, canibaliza y hace más ignorantes. Es una nueva muestra de crear desunión, favorecer las tensiones y no reconocer la excelencia del cine a través de tantos artistas que hicieron y hacen más por nosotros que esos dirigentes que empobrecen la sociedad.
Tal vez el principio del universo fue un canción instrumental: el Big Bang como unos acordes creativos. La música tiene ese efecto. Se mete dentro, ya no hay manera de sacarla y nos acompaña para siempre. Las canciones están en nuestra vida desde el inicio. Las canciones que cantan los padres a sus hijos para dormir; o incluso antes, en el útero, mecidos y cómodos en el líquido amniótico. Las canciones que se asocian al primer beso, las canciones que nos zarandean para animarnos a seguir, las canciones que leen quiénes somos. Y sí, las canciones como manera de recordar las películas: las de Augusto Algueró (Estando contigo, Corre corre caballito, Tómbola), el Fumando espero de Sara Montiel, las de Raphael (Mi gran noche, Yo soy aquel, El golfo). Y las escenas memorables: Resistiré en Átame, Estrella Morente en Volver, el Apatrullando la ciudad de El Fary para el primer Torrente.
A Rosa Ribas se la suele asociar con el género negro, pero no es el caso de su recién publicado Peces abisales, su libro más personal e íntimo, en el que imbrica su peripecia personal, las reflexiones alrededor de la literatura, la escritura y su generosa forma de mirar y alejar los miedos. "Ir al cine era una aventura para nosotros, niños de la periferia", rememora, "porque suponía ir a Barcelona, a cines grandes con nombres como Coliseo, Avenida de la Luz, Alcázar; comprar las entradas en unas taquillas muy historiadas, la emoción de la oscuridad súbita. Toda una liturgia”. Pero su primera gran experiencia fílmica no fue en una sala, sino cuando vio en la tele a escondidas Nosferatu, con ocho años. "Sus imágenes de miedo aún me persiguen". ¿Sus debilidades? Los santos inocentes, El espíritu de la colmena o, por el lado alemán, Bagdad Café, La vida de los otros y Goodbye, Lenin.
La casa, el largo de Álex Montoya que adapta la novela gráfica homónima de Paco Roca, es una historia universal. Una historia que habla de emociones y sentimientos, de lo que somos y de cómo los pequeños lugares nos conforman, nos construyen igual que se levanta con mimo una casa familiar en las que las reuniones se llenan de alegría y esperanzas. Y la película de Álex hace aflorar precisamente las relaciones más relevantes, las de padres e hijos, las de maridos y mujeres, las de un entendimiento profundo que está en la naturaleza de la humanidad. Esa esencia que parece diluirse en el mundo evanescente de hoy, esa esencia que el cineasta refleja desde los detalles de una mirada maestra y llena de sensibilidad.
Qué difícil es hacer reír. La sonrisa y la risa no mienten. Y qué complicado que una comedia salga victoriosa en los palmarés de los festivales de cine, de los Goya o de la mayoría de los premios cinematográficos. Las grandes comedias, desde Chaplin a Lubitsch, de García Berlanga a Almodóvar, tienden a una simplicidad profunda y elegante que indaga en lo más íntimo de las personas mediante lo cómico, que hacen brotar la sonrisa y la risa sin dejar de contarnos cosas muy serias que nos atañen a todos. Hay películas que solo son graciosas, pero siguen existiendo aquellas que exploran la ambigüedad humana, que reflejan el declive social en el que nos encontramos, que narran las peripecias de los personajes con desenfado y desnudan a los hombres y mujeres de esta sociedad acumulativa para mostrar perplejidad.
Daniel Ruiz es uno de los escritores que mejor testimonian las relaciones y procesos contemporáneos. Lo hace con una buena dosis de ironía y un punto salvaje, quizás, porque como él dice “siempre escribe contra algo”. Tras La gran ola, El calentamiento global, Amigos para siempre o Maleza acaba de llegar Mosturito, el retrato de un chaval de barrio sin horizonte, que se busca la vida y va descubriendo el mundo como puede. Es una "novela muy cinematográfica", definición que se niega a considerar peyorativa, "porque el lector de hoy ha crecido consumiendo historias audiovisuales". ¿Sus largometrajes de referencia, en ese caso? Todo Fellini (¡Amarcord!) y todo Polanski, con mención especial a Lunas de hiel. Pero también Coppola ("hay un personaje de Mosturito que bebe de La ley de la calle") y, en España, Barrio (León de Aranoa), Salto al vacío (Daniel Calparsoro) o La teta y la luna, de Bigas Luna.
En contra de lo que pudiera parecer, Segundo premio no va de los inicios del grupo más relevante del panorama musical en español de los últimos 30 años, Los Planetas, sino que es una parte del trayecto vital de cada uno de nosotros, es un tejido vivo que se nos pega en la retina y entra en nuestro organismo para leernos, es un abrazo de amor a Luna. El largometraje con el que Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez han arrasado en el último Festival de Málaga representa un visionado libre, leve, marcado por la inevitabilidad de la vida y la muerte, al único deseo que no se puede cumplir excepto en el camino hacía la luna; en un impulso por seguir conteniendo el abrazo de Luna, de reflejar el estado de un corazón que late en cada imagen libre de esta obra maestra del cine.
El reconocimiento a Ane Gabarain con su Goya por 20.000 especies de abejas le llega con 60 años y después de llevar más de 40 dedicada a la interpretación. En este oficio complicado, repleto de incertidumbres, la actriz vasca tuvo que vadear esas etapas en las que no salía nada. El gran público solo le puso cara gracias al personaje de Maritxu en la serie Allí abajo, y a renglón seguido su Miren en Patria la colocó donde siempre debió estar: asumiendo papeles con aristas dramáticas, con esas emociones y sentimientos que traslada con tanta verosimilitud. Dar visibilidad a las actrices maduras es todavía una asignatura pendiente, y la capacidad de Gabarain para crear personajes cómicos y dramáticos, personajes complejos, es un ejemplo de ese camino.
Gozo es un híbrido entre la novela y el ensayo repleto de ideas y momentos que uno recuerda y quiere volver a leer. Un deseo no demasiado frecuente, porque las lecturas nos avasallan con ansia caníbal. El libro de Alonso es el antídoto perfecto para esta sociedad vertiginosa, esclavista y tendente a la hiperproductividad. Hablar con Azahara Alonso también es algo gozoso, porque se expresa con una naturalidad y sencillez características, con una honestidad que debería ser obligatoria (como la lectura de Gozo). ¿Las películas de su vida? Desde Garci, Buñuel y Julio Médem a, por supuesto, Éric Rohmer y Víctor Erice. ¡Pero también Grease! "Las películas que sencillamente disfrutamos también nos marcan, ¿no es cierto? De niña me encantó imaginar que en la rutinaria vida de instituto cabía la diversión".
La cultura es alegría. Nos facilita la vida en unos tiempos con tanta niebla. Y un festival como el de Málaga, que del 1 al 10 de marzo celebra ya su vigésimo séptima edición, sirve para abrir nuevas vías y difundir el valor singular de las películas que programa. La cita malagueña ha consolidado esta vez su compromiso con el cine producido por mujeres (38 por ciento de los títulos programados) y los actores noveles: tres de cada 10 estrenos serán óperas primas. La suya es una selección muy variada, un cine que puede interesar a un espectro muy amplio y diverso de espectadores. Pero se percibe la vuelta al sentido de los valores primigenios y esenciales, de lo rural, de parar en un mundo demasiado rápido; y el papel de la mujer como representación y su función en la vida como relectura de modos de aprendizaje.
Vivimos en un mundo cada vez más feo. Tenemos que impedir que los abusos de poder y las agresiones tengan un mínimo resquicio, y cuestionar la fascinación que genera el sexo y la violencia como si fueran ingredientes mágicos del deseo masculino. Las manadas y demás barbaries presentes hoy día son prácticas que debemos erradicar para la construcción de una realidad más sana, menos fea y violenta. Denunciar no es sencillo, sino muy, pero que muy difícil. Entra en escena, entre otras muchas razones, la culpa y la vergüenza. Y esta última funciona como protección y crítica y ácido que erosiona y carcome a las abusadas. Pero ese relato machista que hemos aprendido como sociedad durante tanto tiempo lo debemos reescribir. Y desde el cine y la cultura no podemos desviar la mirada.
Desde que Fernando Méndez-Leite preside la Academia de Cine las galas de los Premios Goya salen de fábula. La gala conducida por Los Javis y Ana Belén fue como la seda, con ritmo, buenas actuaciones y las reivindicaciones precisas. Y consagró a Bayona, un hombre que ha logrado triunfar en la meca del cine y al que solo por eso ya deberíamos aplaudirle, porque no es sencillo. Más allá de la perfección técnica, La sociedad de la nieve es memoria histórica y pone imágenes a un calvario que los actores hacen creíble de una manera emocional. También son muy merecidos los Goya a Malena Alterio, que en Que nadie duerma derrocha una extrañeza nada sencilla; y a David Verdaguer, con una interpretación menos naturalista, pero tan verosímil que en Saben aquel parece la reencarnación de Eugenio.
Dani Guzmán ha demostrado que puede componer personajes duros y frágiles, hacer comedia o drama, lo que sea, y siempre con un punto en el que aporta algo profundo de él mismo; una energía vital que despliega para que quien está al otro lado la perciba. Es una persona apasionada, cómplice, que escapa a trivialidades y zonas comunes. En A cambio de nada, su ópera prima, captaba la vida con delicadeza y con energía. Habla de temas universales de un modo formidable. Y vista hoy, desde la perspectiva actual, cobra mayor valor. Quizás este sea el mayor logro de Dani Guzmán, cómo arroja luz a lo que se queda en sombra. Ahora rueda su tercer largometraje, La deuda, y ojalá ratifique aquella línea de diálogo de Antonia en A cambio de nada: “Hay que moverse, envejece uno menos”. Como Daniel Guzmán, ese adulto que sigue con la mirada del niño que fue. Por fortuna para todos nosotros.
Almudena Grandes dijo de la primera novela de Aroa Moreno, La hija del comunista, que era “perfecta”. Con esta ficción sobre el exilio y el desarraigo se dio a conocer y obtuvo el Premio Ojo Crítico en 2017 esta madrileña de 1981 que luego publicó La bajamar y en un mes regresa a las librerías con una biografía de, precisamente, la propia Grandes. Moreno ha escogido Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), Tesis (Alejandro Amenábar, 1996) y, claro, una de Almodóvar: Volver (2006). "Amenábar representaba el sueño de tantos que entrábamos en la facultad de Ciencias de la Información. Y Pedro no sé qué tiene, no sé qué es. La Mancha. Las mujeres. Las actrices que hacen de esas mujeres. Muerte, maternidad, soledad